Después de leer el post
de ayer, Alfonso preguntaba: “¿Cuál será la mejor escuela de teología del
mundo?”.
En mi opinión, será aquel
pequeño seminario de Brasil, de Colombia, de Uganda o de Costa de Marfil, donde
haya unos profesores llenos de amor de Dios y al prójimo, sabios y que
conduzcan a sus seminaristas por unos caminos parecidos a los de Jesús durante
los tres años que enseñó a sus discípulos.
Seguro que hay algún
seminario pequeño, humilde, en algún país no muy rico, donde hay pocos
profesores, pero muy buenos, que forman una verdadera familia con sus treinta o
cuarenta seminaristas, donde todos los ejemplos son óptimos, donde se vive una
formación completa en lo teológico y en lo espiritual. Cinco años donde la
teoría y la práctica; la oración, el estudio y la acción caritativa forman un
conjunto perfecto.
Y no creo que esté ni en
Europa ni en Estados Unidos, sino en América Latina o en África. Asia no la
conozco.
En la medida en que un
seminario se hace más grande, se pierde ese aire de familia. En la medida en
que los seminaristas se trasladan a una facultad de teología, los profesores
están mejor formados en las prestigiosas facultades romanas y europeas, pero, algunas
veces, están más dedicados a sus libros y menos al prójimo, más a sus
erudiciones y menos a una vida sacerdotal equilibrada.
Para nada estoy atacando
que deban existir grandes seminarios, o excelentes facultades de teología, para
nada estoy atacando que existan grandes “vacas sagradas” de la teología
dedicadas a esa labor para bien de la Iglesia.
Ahora bien, si yo
defiendo la existencia de grandes seminarios, de facultades de teología y de
hombres que son montañas inmensas del saber teológico, al mismo tiempo,
advierto que no pocos lugares de estudio para el sacerdocio se han convertido
con el paso de los siglos en caminos áridos. Algunos seminarios, los menos,
comenzaron un proceso intelectualista cada vez más alejado del ejemplo inicial
de Jesús y sus Doce. No ya alejados en las formas, sino de su mismo espíritu.