Ahora que
estoy a un par de días de acabar mi novela sobre el apóstol Pablo, ahora que
estoy tan cerca de acabar mi novela sobre el principio de la Iglesia, me
percato por milésima vez de lo entremezclada que está nuestra fe con la
historia. La fe que se desarrolla (homogéneamente) en la historia. La historia
que (sin cambios esenciales) desarrolla la fe.
Hacer una
novela sobre la Iglesia fresca salida de las manos de Jesús y entregada a las
manos de los Doce es hacer teología.
Viajar con
san Pablo es viajar a la frescura primera de la fe.
Para mí ese
momento fue una época aurea. Pero no nos engañemos, existían las mismas
miserias, egoísmos y pecados que ahora.
Pero no,
tampoco era lo de ahora solo que con togas y túnicas. La Iglesia es
sustancialmente la misma, pero ¡cuántos cambios!
La frescura del
primer momento. La alegría de una ilusión primaveral. En medio todo ello de una
sociedad de opresión, esclavitud y sangre, pero también en medio de un imperio
bellísimo. ¡La belleza del imperio! Se sentían orgullosos de haber llegado a
esa plenitud. Los siglos futuros querrían repetir, imitar, revivir, ese
imperio hermoso.
Siento que
acaba un viaje para mí. He consagrado un año de mi vida a un gran mural, a una
gran pintura: a la Iglesia. Doy sermones. Este libro de tres tomos de
novecientas páginas cada uno es un sermón. El recorrido acaba. Ahora otros
recorrerán el camino que he abierto sobre la nada. Tropezarán en las mismas piedras,
doblarán por los mismos recodos, verán lo mismo, escucharán las voces que yo
escuché, olerán las mismas especias y escucharán los mismos sones de la flauta doble
de los griegos.