Ayer tuve una
larga conversación, más de una hora, con un profesor de griego. Le había hecho una
pregunta acerca de los sacrificios griegos. Revisó entre sus libros y me contestó
según lo que en ellos estaba escrito; aunque la cosa no estaba totalmente clara.
Pero después, con lo que él siguió buscando (sin interrumpir la llamada) y lo
que yo, por mi cuenta, me puse a buscar, llegamos a una conclusión segura.
Resulta que, en
mi novela, había puesto a Pablo paseando delante de un sacrificio griego. Y se
había quedado mirando. La cuestión era qué se hacía sobre los altares.
Pues bien, en
los altares griegos y romanos que pudo ver san Pablo, se colocaban unas cuantas
maderas encendidas o unas brasas y se ponían encima unos pequeños trocitos de carne.
Mientras él
seguía buscando textos latinos y griegos, yo miré ánforas, frescos y relieves. No
fue fácil encontrar altares con las ofrendas encima. Pero todos eran
coincidentes, sobre el ara solo ocurría lo que he dicho.
La superficie
que se llenaba con madera ardiendo o con brasas no era superior a un palmo de
diámetro si hablamos de una superficie circular. Y digo superficie circular
porque, en el siglo I, ya había muchos altares que delimitaban con un reborde
la parte donde se colocaba la ofrenda.
Es cierto que
los altares antiguos eran más anchos (y más bajos) y allí sí que había una
verdadera hoguera. También de esos queda constancia en pinturas. Pero, en el
siglo I, ya no eran así; aunque había alguna excepción, como el altar principal
de Olimpia; un altar totalmente arcaico y peculiar.
Lo que no tengo claro es si los romanos derramaban la sangre de la víctima alrededor de la parte donde iban a colocar la ofrenda, o en el lugar donde iban a colocar las brasas. Recogían la sangre y la derramaban, eso es seguro. ¿Pero la echaban donde iba a ir el fuego o en torno a él?
En esa escena de mi novela, me dedico a comparar los ritos levíticos con los helénicos. Lo hago con gusto, sin prisa. Pablo mira, comenta.