Macrón dijo ayer:
El
patriotismo es exactamente lo contrario del nacionalismo.
El nacionalismo es su traición.
Su discurso incidió más
en este tema, pero se resume en estas dos frases. Si preguntamos a
eclesiásticos y políticos acerca de estas afirmaciones de Macrón, escucharemos
las previsibles frases en las que se nos dirá que sí y que no y todo lo
contrario tratando de apaciguar ánimos. Sí, nos dejarán claro que lo importante
es no ser extremista. Pero, al final, queda en pie la cuestión: ¿Esas dos frases
son verdad o no? Sí o no.
Antes de dar mi
respuesta, quiero referirme (después se verá por qué) a la condena que hace
poco se hizo de la pena de muerte en el Catecismo de la Iglesia Católica. ¿Pero
la pena de muerte es justa, es proporcionada, en ciertos casos? Sin duda. Sin
ninguna duda, justa es. Lo que sucede es que debemos aspirar a ser mejores que
los asesinos. Si estoy en contra de la pena de muerte no es porque sea injusta
ni desproporcionada, sino por mis sentimientos de humanidad, por mi fe en Dios,
Señor de la vida.
Pido a Dios que nunca
jamás volvamos a matar por unir a la fuerza dos naciones. Nunca. Por muy buenas
razones que esgriman los que digan que es necesario. En esto estamos todos de
acuerdo.
Pero también, por la
aversión que debemos sentir a provocar la muerte y el sufrimiento en nuestros
semejantes, le pido a Dios que nunca se mate a nadie por mantener unida una
nación. Yo no quiero que ninguna nación se divida. Ahora bien, ¿vale la pena el
derramamiento de sangre por el hecho de que una frontera pase por aquí o por
allí? Por supuesto que estamos hablando de casos en los que una clara mayoría
ya no quiere seguir en un país. Este no sería el caso de que una minoría
radical quiera arrancar por la fuerza un trozo de soberanía. Transigir con eso
implicaría después tener que pagar un precio mayor, ya que la mayoría de la población
quedaría secuestrada en lo que habría sido un acto de fuerza de una minoría.
Mantener esa situación no se lograría sin la represión de la mayoría.
Pero lo normal es que la
voluntad de secesión presione cuando la mayoría de la población está a favor de
la independencia. ¿Es lícito, moralmente hablando, el uso de la fuerza en ese
caso para mantener la unidad?
Por supuesto que muchos
me dirán que por la unidad de un país vale la pena sacrificar la vida. En
estricta justicia, sí. Se puede matar y morir por la unidad de una nación que
ilegítimamente va a ser desgarrada. Ahora bien, si una clara mayoría de la
población quiere separarse, entonces ¿el precio de miles de muertos vale la
pena?
La invasión de Crimea fue
un acto de fuerza. Pero yo de ningún modo aconsejaría el uso de la fuerza para
retomar esa parte del país. Aconsejaría con todas mis fuerzas la paz. Creo Crimea
es un buen ejemplo de lo que quiero decir.
Ahora volvamos a las
frases de Macrón. ¿Son verdaderas? Sí. No dudemos de que si Barcelona quisiera
independizarse de una Cataluña ya soberana, se apelaría al patriotismo del
nuevo Estado para evitarlo. Esa secesión sería vista como una traición, podemos
estar seguros de ello.
Imaginemos que el 51%
vota a favor de la independencia de Cataluña. Los independentistas ahora apelan
a que no es ilegítimo luchar por lograr esa independencia en la situación
actual en la que están inscritos en el Estado Español. Luego si lograran la
independencia, tampoco sería ilegítimo que el 49% un mes después, o un año
después, o dos años después, hicieran campaña para un nuevo referéndum, esta
vez a favor de la vuelta a España.
Cuando la mayoría es tan
mínima, la opinión puede cambiar en dos meses. ¿Sería ilegítimo pedir otro
referéndum? ¿Sería lógico cambiar de soberanía cada cuatro o siete años? ¿Se
puede cambiar de soberanía cada pocos años? Cuando las mayorías son mínimas, la
opinión pública puede cambiar de opinión en poco tiempo.
Pensar que un referéndum de
marcha atrás no sería visto como una traición por los independentistas no es
realista. Siempre unos van a ser unos traidores para los otros y viceversa. A
nadie se le escapa la peligrosidad de esta situación. No es que sea fácil pasar
de las palabras a la violencia, es que siempre hay minorías dispuestas a ello.
Las hay a ambos lados de la Ley.
Las palabras de Macrón
son duras, pero son verdaderas. Pero mientras nos ponemos de acuerdo, al menos,
no recurramos nunca, ¡jamás!, a la violencia. Pero entonces viene un problema:
¿es violencia la represión policial? Unos entenderán que la prohibición de la
violencia vale para el nacionalismo, pero también para el Estado.
En esa situación,
llegaríamos a una situación en la que hay que dilucidar qué es violencia legítima
y qué no lo es. No es algo que pueda quedar indeterminado. Por supuesto que
nacionalistas y Estado jamás se pondrán de acuerdo. Y es un asunto del que
depende todo el orden público. Llegadas las cosas a este punto, no hay otro
remedio que dejar claro que el uso de la fuerza para el mantenimiento de la Ley
no es violencia. Teniendo que llegar la represión al nivel adecuado a la fuerza
de los transgresores de la Ley.
Puede parecer que me
pongo de parte de un lado de la contienda. Pero es que, finalmente, todos
tendríamos que ponernos de un lado o de otro en medio del desorden. No hay un
terreno neutral en medio. No lo hay. No hay una isla beatífica en medio del
orden y el desorden.
Algunos me dirán que un
sacerdote no debe hablar de este tema. Pero este asunto es un asunto moral. Se
puede plantear como una cuestión moral en una clase de una facultad de
Teología. ¿Por el hecho de que haya dos bandos políticos (unionistas y
secesionistas), vamos a callar que este es un asunto que en su misma esencia es
moral?
No existe un derecho a la
secesión. No existe tal derecho. No negaré la independencia a una región si
tres cuartas partes de la población no quieren de ninguna manera seguir unidas
a la nación. Pero no se lo negaré, para evitar males mayores; no porque sea un
derecho.
En cualquier caso, que
nunca un hijo de Dios mate a otro hijo de Dios por este asunto. Más vale una
mala paz que una magnífica victoria. Y no soy de los que piensan que la paz
haya de ser conseguida a cualquier precio. Pero si en una región el 75% de los
habitantes quieren marcharse, que se marchen. Mucho mejor eso que un gran
derramamiento de sangre. Esa es una de las lecciones que nos enseña el
centenario del armisticio de la I Guerra Mundial. Pienso como pensaría un
padre, no como pensaría un estadista, un Napoleón o un Julio César.
Pero si las cosas se
ponen mal, si al final ocurre lo peor, si al final las pasiones se desatan en
su peor manera, solo hay una postura lícita: la del orden, la de la Ley.
Los sacerdotes no podemos
ser ambiguos acerca de esta cuestión moral. Porque la ambigüedad puede costar
vidas.