Ayer celebré una boda. No
llevo cuenta de cuántas bodas he oficiado en mi vida, pero os aseguro que esta
fue especialmente emotiva para mí. Una de las cinco bodas en que más cariño he
sentido por los contrayentes.
Los conozco desde hace
años. La contrayente trabaja en el hospital y el novio hace años que venía a verla.
Tanto a la iglesia como al convite vinieron casi todos los de su departamento. Los
dos me parecen un ejemplo de amor cristiano. También vino el vital y lleno de
energía don Gabriel, el queridísimo secretario del que fue nuestro obispo hasta
hace unos meses. El párroco de la iglesia es don Juan Miguel Prim, uno de los
sacerdotes más sabios de la diócesis. Fue coadjutor en la iglesia donde yo fui
seminarista. Nos conocemos desde hace casi treinta años. Grabé el sermón, así
que lo podréis escuchar antes de una semana.
Qué bonito es celebrar
una boda en la que te sientes unido a los novios con un afecto que llega a la
emoción.
Por la noche me llamaron
al hospital para dar una unción de los enfermos. Una vida que comienza y una
vida que acaba. Proyectos, ilusiones. En el otro caso, el momento del descanso.
También yo escribiré el
último post de este blog. Alguno será mi último sermón. Habrá un libro que será
el postrero de mi colección. Metidos en el río de la existencia que inacabables parecen sus aguas, las aguas de los días. Y, sin embargo, rezando ante la cama de un box de urgencias que breve parece una vida.