En mi novela sobre el
exilio judaico en Babilonia he llegado a uno de esos momentos que odio: tengo
que revisar más de 400 páginas. Tengo que revisar, una a una, todas las fechas
de la novela, haciendo que conjuguen con las edades de los protagonistas, y os
aseguro que en esta historia hay muchas edades, las cuales resultan esenciales.
Y, por último, tengo un desván de textos de más de cien páginas para valorar si
los incorporo a la obra.
Esta es la etapa de la
gestación de la novela en que dejo de crear libremente, libre como un pájaro,
para pasar a revisar centenares de cables (la cronología) para ver si todos
están bien conectados. Y lo peor es que estoy seguro de que en este libro los
gazapos van a saltar como conejitos de una página a otra por más que me
esfuerce.
Ya lo he dicho que es un
libro con muchísimas edades de los protagonistas. En este caso las edades no
son un mero ornato para la historia. Edades de reyes de Judá, edades de sus
hijos, edades de los reyes de Babilonia, las de los profetas, las de las
invasiones caldeas al oeste y las persas hacia Mesopotamia. Mi santo corrector,
esa es la esperanza a la que me aferro. Él es el último muro que contiene las
hordas de errores. Prefiero perder ahora a mi director espiritual (encontraría
otro) que mi corrector argentino.
A ratos, después de la
cena, estoy leyendo El guardián entre el centeno. Esta obra la leo
entera, mientras que hace unos días escuché un resumen magnífico, de una hora,
de El árbol de la ciencia de Pío Baroja. Esto lo escuché mientras
fregaba y limpiaba la cocina. Practico la acumulación de platos.
Un gran libro este de Baroja.
Cómo cambia de leerlo en la secundaria con quince años a leerlo ahora con
cincuenta y cuatro años.
♣ ♣ ♣
Es la hora del almuerzo. No
está mal un sándwich de lonchas de pavo, pero tengo el antojo de unos tacos de carne
de morcillo con estofado de chalotas y glaseado de uva garnacha. Si fuera el
dictador de alguna república del centro de Asia, ahora mismo llamaría a mi cocinero.
Me imagino, al teléfono, escuchando a mi chef:
—¿No prefiere otro sándwich?
Lo digo por perder un poco de peso.
Yo presionando un botón:
—Detened ahora mismo al
cocinero.