Ahora quiero dar otro enfoque a la cuestión de ayer.
Me resulta llamativo que en tantas diócesis haya una tan grande resistencia
episcopal a crear un cuerpo de laicos que puedan hacer liturgias de la Palabra
allí donde no hay un párroco.
En cierta diócesis que visité del continente
americano, cada sacerdote, los domingos, celebraba unas cinco misas. Me imagino
que los sábados por la tarde debían ser tres, pero no lo pregunté. Resulta claro
que no tiene sentido que el sacerdote se mate a celebrar misas, cuando el remedio
de laicos que organicen una celebración de la Palabra (con comunión) es
perfectamente lícito. Esa resistencia no es un caso aislado.
¿La razón esgrimida? No podemos protestantizar la
Iglesia. No podemos abrirnos a la modernidad de manera que desnaturalicemos la catolicidad.
Si abrimos la puerta...
Por supuesto que esas razones no me convencen para
nada. Precisamente la Iglesia antigua desarrolló todo un escalafón de órdenes
menores. Una modernización que consista en volver a los orígenes nunca puede
ser un desastre. Puede hacerse de forma más o menos acertada, pero nunca será
una traición.
Cierto que si se abre la puerta a esa novedad va a
haber problemas. ¿Pero no es mayor problema dejar que una población, de hecho,
se marchite sin sacerdote? El que el sacerdote venga, celebre misa y se marche (porque
tiene otra misa) no es, realmente, atender esa población.
Y si desarrollamos todo ese cuerpo de evangelizadores
laicos, ¿alguno de ellos no se podría preparar para recibir el sacramento del
orden? ¿Es preferible que presida la liturgia una monja y ella administre el
sacramento a que lo haga un “anciano”, aunque esté casado, bien formado
teológicamente, virtuoso y que lleva evangelizando durante diez o quince años?
Como veis, tan superficial me parece pensar que la
introducción de sacerdotes casados va a arreglarlo todo, como negarse en
redondo.
El gran problema de toda esta fraternal discusión no
son los poblados aislados de Brasil, sino la muy peculiar situación de
Centroeuropa. Allí es donde está el verdadero temor a tomar cualquier decisión
que implique una mayor identificación entre el mundo y la Iglesia. O, dicho de
otro modo, el temor a que las iglesias de ese entorno geográfico acaben
pensando totalmente como el mundo, es decir con los valores imperantes en los
temas tan debatidos hoy en día.
Hasta ahora, el clero célibe, el clero que reza, ha
sido un dique frente a esa ola de lo políticamente correcto que lo invade todo.
Si el mismo clero se laiciza, es de esperar que opere un cambio muy grande en la
mentalidad de esas comunidades católicas. Alguien me dirá que no tiene por qué.
Pero es un hecho que el clero célibe y orante ha sido hasta ahora un dique
frente a las pretensiones modernizadoras de un gran sector de los laicos.
Como veis, no es un asunto fácil. Para hacer que sea
más difícil, todavía más, tomar una decisión, es un hecho que en los países con
poco clero es donde apenas se ha desarrollado el diaconado permanente.
Curiosamente, se ha desarrollado muchísimo en los países con más clero.
Sí, el tema no es fácil. Yo mismo, os confieso, me
mantengo en una posición de en medio en esta discusión. Y no lo hago por quedar
bien con todos, o por no implicarme. Realmente, en conciencia, veo razones a
favor y en contra. Lo que sí que tengo claro es que acepto y aceptaré lo que ha
determinado la Iglesia y lo que pueda determinar en el futuro. Amén.