Sin yo
buscarla, en los últimos días, me ha aparecido esta foto unas seis veces. Creo
que es de Ikea. Y cada vez que he visto la foto he pensado lo mismo: esto es lo
que cada veinteañera piensa que será su matrimonio.
Está
convencida de que su marido, a los cincuenta años, seguirá delgado como el de
la foto, que tendrá un pelo como el de la foto, y que esta escena del sofá será
el pan nuestro de cada día, que todas las mañanas de los sábados serán así; y
hasta, probablemente, también muchas de las tardes antes de la cena.
Mi casa será
así, los muebles también. Hasta mi cutis será así. Pero he aquí que, en medio
de ese salón de Ikea, también estaba la serpiente que era el más astuto de los
animales.
Por supuesto
que la jovencita piensa que su marido es médico o abogado, quién sabe si juez
ni científico. Ya sabe que, en la sociedad, se necesita alguien que haga de
camarero o que reponga existencias en un almacén de un supermercado, “pero esos
son los maridos de las otras”.
Yo no quiero
romper la ilusión de ninguna veinteañera. Pero quizá una característica de los
jóvenes (hombres, mujeres y los de género fluido) de nuestra época es la
divergencia entre realidad y expectativas. El choque con la realidad, en muchos,
se realiza de un modo brutal. Mucho cine, muchas series y la rebelión a llevar
una vida como la de mi padre o la de mi padre.
Era cierto
que, en el último siglo, cada nueva generación tenía la perspectiva de que iba
a vivir mejor que la anterior. Esta generación es la primera en la que podemos
prever que sus perspectivas serán peores: tendrá que trabajar más horas, su
puesto laboral será precario, no podrá contar con una jubilación tan generosa como
la de sus padres; no podrá comprarse una casa, en muchos casos, no se podrá
casar; etc.
Lo triste de
la foto, además, es que la sociedad europea y estadounidense cada vez más va
creando un abismo entre la clase baja (la de la mano de obra barata y
prescindible) y la alta (la de las profesiones especializadas de alta
cualificación). Pero, eso sí, nos queda la foto. Si yo fuera político,
prometería ese salón a cada veinteañera. Ese salón en tonos blancos y no otro. Y,
si me votasen, les prometería un marido así, como el de la foto, sin rebajas,
sin regateos. Es cuestión de organizar el sistema productivo para que la nación
produzca esposos que, en las mañanas de los sábados, no tengan nada mejor que
hacer que estar sobre el sofá riendo las gracias de la mujer.
No he dicho
nada de los auriculares de la esposa. Ni de la falta de sincronía entre la risotada
del marido y la mujer que mira hacia otro lado y que sonríe solo para la foto.
Se supone que el marido se ríe de la gracia que le ha dicho su mujer que no le
escucha y que no está atenta a su marido. Pero, bueno, era un posado. Fijaos en
el brazo doblado del marido: pose totalmente artificial.
Además, tal
vez no es el marido. Se ríen de la primera mujer abandonada por él porque había
engordado y envejecido. Sin saber esta joven pareja femenina que también ella
tendría que hacer las maletas dentro de dos años. Y digo tendría, en
condicional, si no fuera porque ella le acusará de malos tratos (incluso psicológicos)
y lo pondrá a él de patitas en la calle.