Fronteras que separan el
odio. Esa ha sido la esencia del problema desde el principio: el inmenso odio
que rodeó a un pueblo, el judío. Odio que procedía de las colosales cantidades
de aversión que ciertos musulmanes (solo algunos) sentían frente unos millones
de judíos que defendieron su derecho a establecerse en esta tierra.
En ambos pueblos hubo
individuos que trabajaron por sembrar colaboración, entendimiento. Pero la
cantidad de rabia ha sido sobreabundante. Cualquier esfuerzo ha sido arrastrado
por los sembradores de aversión.
¿Qué solución tiene el
problema? Quizá no tiene solución porque es una inmensa cantidad de odio empeñado
en perpetuarse, aunque supusiera la propia inmolación.
Mi consejo a los
gobernantes de Israel sería que hagan lo conveniente para defenderse de los
atacantes, que hagan las acciones adecuadas para que el aparato terrorista sea
desarticulado, evidentemente, con el uso de la fuerza.
Ahora bien, que no vayan
más allá. Que no crean que castigar a la población civil les granjeará la
seguridad del miedo. El odio cuando es tan intenso no conoce el miedo.
Esa cantidad inmensa de
aversión no tiene solución, hay que convivir con ella. (Por supuesto que la solución
es el mensaje de amor de Cristo. Pero, civilmente hablando, no tiene solución).
Israel tiene que aceptar que el odio está en millones de personas, y que esas
personas van a seguir existiendo. Por lo tanto, aunque ahora muchos pidan mano
dura, esa mano dura no puede ir más allá de lo lícito, de lo que Dios quiere; y
eso supone que lo recto, lo que atrae la bendición de Dios es no vengarse sobre
la población entera. Es más importante lograr la bendición de Dios que
cualquier otra medida que, aparentemente, es más efectiva. Lo más efectivo es
que Dios esté contento con un pueblo.