Ahora que se ha puesto de moda tirar
estatuas al suelo, pintarlas o amputarlas, va siendo hora de hacer lo que todos los ciudadanos pensamos, pero que
parece que los políticos no: crear una ley para proteger las estatuas.
Me dirán que ya hay una norma que
sirve para todo lo que voy a decir. Pues la habrá, pero
parece que no la haya.
Lo primero de todo es que la persona
o personas que dañen una estatua en la vía pública (valga lo que digo para
cualquier monumento o mobiliario público) deberán pagar
la íntegra reparación de los daños, asciendan estos a la cantidad que
asciendan.
Cuando una masa claramente forme una unidad de intención, una unidad
de voluntad, a la hora de dañar una estatua, la pagarán aquellos
individuos que sean identificados por las fuerzas de seguridad.
De manera que, en caso de vandalismo,
los individuos que conformen un grupo tendrán
que alejarse para de los autores para no participar del delito. Del mismo modo
que si sucede una violación de una mujer, uno no puede quedarse mirando,
tampoco en el caso de este otro delito. El delito de vandalismo, frecuentemente,
tiene un cariz grupal y, por lo tanto, la ley debe adaptarse a la realidad. Hay
que olvidarse de otros criterios de responsabilidad bienintencionados, pero que
no sirven para evitar el delito. La razón primera de la ley es evitar el
delito. Si no funciona para eso, no funciona la ley. Resulta impensable que no
se pueda crear una ley eficiente para detener un delito.
En caso de que solo unos pocos individuos
sean identificados por la Justicia, esos pocos (o aunque solo sea uno) se le
aplicará una escala de participación en la indemnización de daños que tendrá un
carácter ejemplar. En este tipo de delitos grupales, se debe llegar a un
criterio razonable, pero que sea ejemplar. No se debe aplicar una división entre
las muchísimas personas que participaron y no se identificaron (la cantidad a
pagar sería mínima e irrisoria) ni tampoco se debe hacer pagar el mal de todos
a unos pocos imputados (la cantidad a pagar sería inmensa). Se debe alcanzar un
criterio razonable entre esos dos extremos; pero, en cualquier caso, ejemplar.
La policía ya no tendría la necesidad
de atrapar a todos los culapables. El ejemplo disuasorio tendría lugar, aunque
solo se atrapara a un culpable.
Alguien alegará que una ley así
podría ser mal usada por una dictadura. Pero no nos engañemos, no podemos dejar
de poner el remedio adecuado por ese miedo
porque cuando llega un dictador ya se encarga de crear
unas leyes que sean de su gusto.