Ayer tuve
sensación “extraña”. Comencé a ver una conferencia de un profesor de universidad,
de historia, no voy a dar más detalles. El presentador elogió al conferenciante.
Alabó sus conocimientos largo rato. Cuando comenzó la conferencia, descubro que
había cenado con el conferenciante dos veces. Por el nombre, no había caído en
la cuenta, pues fue hace muchos años.
Una tercera
persona, hace unos quince años, me invitó un club a cenar con ellos. Querían hacerme
preguntas acerca de la posesión demoniaca. Era un club al más puro estilo
decimonónico, con un sirviente con librea, en un salón para nosotros solos. Un
salón como los de las películas Barry Lyndon o The Duchess.
Recuerdo que
estaba este profesor en la mesa y ya hubo algunas quejas, muy poco disimuladas,
de alguno de los presentes; porque con la excusa de hacer preguntas, este
profesor planteó la cena como un debate entre él y yo. A mí no me importó lo
más mínimo, sinceramente, pero a alguno de los comensales sí y así lo dijo.
Pero dos o
tres años después, me volvieron a invitar. Y este profesor se comportó conmigo
de un modo realmente grosero. Es curioso, porque éramos pocos comensales, unos veinte,
y vino porque él quiso. Pero vino a tratar de zanjar algún tipo de “asunto no
resuelto” con la Iglesia en general, o con mi persona en particular.
Ha sido de
las poquísimas veces que un comensal en una cena de etiqueta se ha comportado
de un modo realmente desconsiderado y mal educado. Haciéndome, por ejemplo, una
pregunta burlona que escuché con respeto; y, cuando le respondí, ponerse a hablar
con la mujer de al lado sin querer escuchar mi respuesta a su pregunta.
Las pocas
veces que me ha ocurrido algo así, bien pocas, afortunadamente, siempre he
actuado de la misma manera: no darme por enterado.
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Podemos pensar
de forma distinta, podemos sostener posiciones muy diversas, pero siempre hay
que mantener el respeto, las formas, hacia el que tenemos delante.
Mucho más
durante un almuerzo o una cena. Una comida jamás puede convertirse en un campo
de batalla, no es el lugar.
El que cae en
los malos modos, en la grosería, no se desprestigia más que a sí mismo.
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Escribiendo
estas líneas, me acabo de acordar de otros dos momentos, con incidentes muy
desagradables. De nuevo, opté por no darme por enterado y eso que la esposa del
señor que tenía al lado mío en una comida (en un lugar donde di una conferencia)
me lo puso realmente difícil, era casi imposible hacer como que uno no se daba
cuenta. Pero también hay una compostura del “no darse cuenta”. También, en esas situaciones, se
puede mostrar una cierta elegancia.