Una vez escuché a un
novelista alemán que, en una entrevista, explicaba que cuando se enteró de que
a un papa del renacimiento un sultán le había regalado un rinoceronte, se dijo:
Si tienes a un papa y a un rinoceronte, ¡ya tienes una novela!
Lo mismo pasa con el Claustrum
Cardenalicium que he explicado los últimos días. (¡¡Otra vez ese edificio!!) Si
tienes a 120 cardenales reunidos en un cónclave, ya tienes el “espectáculo”. ¿Por
qué ese edificio? Pues porque, ¡caramba!, no somos un grupo de cien baptistas
en medio del desierto de Iowa. Estamos hablando de la Santa Iglesia Católica
extendida por todo el mundo.
No somos cuatro gatos en medio
de una cabaña vacía de paredes blancas pertenecientes a la iglesia presbiunitaria
reformada anabaptista. Pues claro que nos gusta la belleza de los grandes
protocolos cardenalicios, el espectáculo de las ceremonias de los purpurados.
Un oficinista le podría
preguntar a William Raldolph Herst: “¿Por qué hace esto?”
Y el magnate le podría
haber contestado: “Porque puedo”.
¿Por qué el Claustro Sixtino?
¿Por qué su arquitectura como marco para impresionantes ceremonias? ¡Pues
porque podemos! Repámpanos, que no somos quince testigos de Jehová reunidos en
un bajo de un edificio.