Hoy he visto un documental sobre el 11 de septiembre. Cuántos
sentimientos. Recuerdos de un día que no fue como otro día. El ocaso de toda una
época. El esplendor del Imperio americano alcanzó su cumbre en 1960. Año en que
el PIB de esa nación era el 40% de la economía mundial. Es cierto que
cuantitativamente el poder de Estados Unidos en relación al PIB mundial es, todavía
hoy, inmenso y podría estimarse en un 24%. Pero aquel 40% de 1960 era, cualitativamente
hablando, de hierro. Una sola nación tenía las finanzas, la mejor industria, la
tecnología, todo.
El daño económico del atentado no fue grande, pero
marcó una época: fue todo un símbolo. No se podía mostrar de forma más visual
lo que, instintivamente, muchos presentían que iba a pasar: el derrumbamiento
de esos dos edificios (que representaban columnas financieras) era un símbolo
del final de una época. La Pax Americana, la época de los cónsules Eisenhower o
Reagan, Nueva York como capital del mundo... recuerdos y más recuerdos de un
mundo que estábamos convencidos de que podía durar dos o tres generaciones.
Quizá siempre ha sucedido que el imperio de nuestra juventud
es un “imperio sentimental”. He leído, en la autobiografía de Stefan Zweig, los
elogios que dedica al Imperio austrohúngaro como para no darme cuenta de ello.
En este momento de la historia, tengo la tangible
sensación de que, en los próximos diez o quince años, veré una ruptura de la
historia. Hechos socialmente violentos a los que nos conducen las tensiones
internas de las democracias occidentales en las que vivimos. Por supuesto que
las tensiones internacionales –estoy seguro de que no dejarán de crecer–
también van camino de un capítulo resolutivo.
Qué lejos queda la época de Bugs Bunny y de Los Goonies.