jueves, marzo 19, 2020

Consejos pastorales en tiempos de epidemia



Un sacerdote de argentina me pedía mi opinión acerca de cómo organizar la atención pastoral en tiempos de epidemia y cómo actuar en los hospitales. Bueno, por si le sirve a alguien más, doy mi modesta opinión:

En las iglesias, yo continuaría con todos los horarios como siempre. En España lo único que impera el decreto de estado de alarma es que en los templos los fieles se sitúen a varios metros de distancia unos de otros. Afortunadamente el decreto no prohíbe ir a las iglesias. En mi ciudad, ahora que toda la gente se queda en casa, una pequeña parte de los que iban a misa siguen haciéndolo. Esto no tendrá incidencia relevante en los contagios: también siguen yendo a los supermercados y a los puestos de trabajo. Lo repito, el que una fracción de los fieles que iban a misa sigan yendo no tendrá apenas relevancia.

El sacerdote debe escuchar las confesiones y administrar la unción de enfermos si se le pide. En tiempos de epidemia siempre se ha hecho así. Se puede suspender la comunión por las casas, aunque yo no lo haría. ¿Acaso no está permitida la entrega de comida a domicilio? Pues esto es un alimento espiritual.

En la parroquia yo aconsejaría que, a la hora de la comunión, hubiera una fila a un lado del altar para los que quieran comulgar en la mano. Y después, al otro lado del altar, la daría a los quieran comulgar en la boca. El sacerdote se lavará la mano tras dar la comunión. Yo puse, en la credencia, un recipiente grande de agua para sumergir y restregar las manos tras dar la comunión.

En los hospitales, para no estar yendo y viniendo muchas veces al día --estoy a diez kilómetros de distancia--, apunto los nombres y las camas y voy por la mañana y otra vez por la tarde. Alguna vez voy por la noche, antes de acostarme.

Me revisto con una bata desechable y un delantal más grueso, también desechable. Me pongo mis guantes, la mascarilla y el gorro. Una vez administrada la unción de los enfermos, deposito los guantes en los contenedores. Su contenido será incinerado. Me parece digno que esos guantes sean incinerados, aunque hayan entrado en contacto con el santo óleo. En cualquier caso, está prohibido que yo saque del hospital material contaminado. Y, como he dicho, me parece digno.

El recipiente del óleo que uso es solo para los pacientes de coronavirus. Así que no importa que su contenido y el mismo recipiente ya pueda tener alguna contaminación. Para no tener que desinfectar el ritual, he aprendido de memoria la fórmula de la unción de los enfermos.

Si el paciente está consciente, procedo de esta manera. Me presento, le digo algunas palabras de cariño. Después le digo que si quiere recibir los sacramentos. Le digo que le dejo unos momentos para que piense sus pecados. Cierro los ojos y oro por el enfermo en silencio. Después le pido que repita cosas como estas: Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. Dios mío, perdóname. Jesús, me arrepiento de mis pecados, etc. Y le doy la absolución.

No le pido que confiese sus pecados porque (incluso aunque estuvieran sanos) eso sería un parto en España (dada la mala formación que hay) y, al final, sacaría bien poco. Además, los enfermos ya no tienen muchas fuerzas, y –no lo olvidemos– no estamos solos, pues hay camas al lado. Prefiero concentrar mis esfuerzos en que pidan perdón a Dios.

Estoy seguro de que esa absolución les perdona en mayor o menor medida, dado que repiten de corazón mis frases. Acto seguido les propongo recibir la unción de los enfermos. No hago el acto de contrición, ya lo he hecho antes de la absolución. Como liturgia de la Palabra, rezo de memoria el salmo 23, El Señor es mi pastor. Impongo las manos, sin tocar la cabeza. Administro el sacramento, hago una oración espontánea a Dios y le doy la indulgencia plenaria.

Como se ve, solo me salto unas preces y la oración final del ritual. Pero son largas para aprenderlas de memoria y el ritual sí que es complicado estar desinfectándolo, pues las hojas son de papel.

Si doy varias unciones, dependiendo del tiempo del que disponga, hago más o menos elementos de este ritual abreviado que hago.

No me cambio de bata si voy a otra sala de enfermos. Sí que tiro al contenedor los guantes y me pongo otros limpios si voy a tocar algo (una puerta, lo que sea) en mi camino hacia otra sala. Pero, normalmente, las puertas son automáticas y no tengo que tocar nada, así que puedo mantener los mismos guantes hasta que acabe de dar las unciones. Al último le puedo tomar de la mano y darle alguna muestra de cariño (cosa que agradecen mucho) porque en cuanto salga, tiraré los guantes al contenedor. La máscara sí que la conservo día tras día.

Al llegar a casa, me cambio enteramente de ropa y me lavo las manos. Uso siempre el mismo clergyman cuando voy al hospital. En casa, me pongo zapatillas nada más entrar.

Por las habitaciones, trato de pasar a saludar enfermos. Les saludo desde la puerta si está abierta, no me siento, no toco nada, solo les saludo y les digo algunos versículos de la Palabra de Dios. Alguno dirá que mi actitud debería ser el aislamiento total para no extender el virus. Pero el personal sí que pasa a darles el alimento y otros las medicinas y, por supuesto, los médicos. ¿Es menos importante el alimento y la medicina espiritual?

Si las autoridades del hospital me lo prohíben, dejaré de hacerlo. Pero tendrán que prohibírmelo expresamente. Este momento no es para que los sacerdotes se aíslen en casa. Al revés, tenemos que estar más presentes que nunca en nuestras iglesias y allá donde seamos solicitados.

Jamás haría algo que fuera, a todas luces, no razonable. Pero dados todos los datos, lo que hago me parece que entra dentro de lo razonable. El virus es real, pero Dios es tan real como el virus. Hay gente que muere, pero a mí me preocupa mucho más la muerte espiritual.

Si supiera que voy a morir por ayudar a la gente que me pida asistencia espiritual, sencillamente consideraría que ha llegado mi momento de dejar este mundo. Pero, queridos hermanos sacerdotes, las cosas no están tan dramáticas. 

Pero lo que sí que pido a la gente es que siga yendo a los templos a alabar a Dios. Que se sienten lejos unos de otros, que se pongan una bufanda con tres vueltas alrededor de la nariz y la boca. Pero seguid yendo a las iglesias a orar, a la misa diaria. 

Me parece totalmente adecuado que cada obispo decrete que cesa la obligación del precepto dominical. Totalmente adecuado. Pero, dejando claro eso, tenemos que tener fe. Además, ahora, con poquita gente y poca iluminación, ¡qué bien se reza en las iglesias! Con qué quietud, con qué paz.