Ayer probé un tarro de caviar de algas marinas. Por el color, parecía exactamente
igual que el sucedáneo de caviar. Por el sabor, lo mismo. La textura, todo, era
indistinguible. El precio, eso sí, era sensiblemente inferior. Todo apuntaba a
que había descubierto una nueva faceta culinaria a la altura de mis modestos
recursos.
Pero hoy por la mañana la diarrea ha sido de marca mayor. ¡Mamma mia! Ese
producto habría que venderlo en farmacias.
Claro que no tengo claro si la culpa pudo estar en que abusé de un tipo de
queso. Porque ya tengo comprobado que si abuso del típico queso francés graso,
uno de los efectos indeseables es ese.
Así que no estoy muy seguro de si la causa es la exótica o el culpable es
un viejo conocido.
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Una vez solucionado el problema postgastronómico, he dedicado la mañana a
poner las correcciones que me había marcado la editorial en mi última novela. Una
de las actividades más tediosas que existen sobre el planeta es esta de
recolocar comas. Las comas se idearon con el propósito de atormentar a los
pobres escritores. La lista de condiciones de la RAE es espeluznante.
Si alguien me pregunta dónde poner las comas, le diré: “Mira, no te
preocupes, donde tengas que respirar: adelante, otra coma”. ¿Para qué voy a
turbar su ignorancia de buena fe?
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Después he charlado una larga conversación con un compañero de mi curso,
compañero de secundaria. Los temas han sido los de siempre: qué viejos nos
estamos haciendo, qué mal está todo y cuestiones similares.
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Después he tenido una agradable comida. Pero nunca menciono a nadie sin
pedirle permiso. Soy una de las personas más discretas del mundo. Si, por
ejemplo, dentro de una semana almorzara con Kin Jong Un, probablemente diría que
me he pasado todo el día corrigiendo erratas y tal. Tal como es ese dirigente,
lo mismo le da por fusilar a una décima parte de la población que me pide un
exorcismo sobre la nación: “Yo creo que me han hecho algo, siento que todos
están contra mí”.