Dado que he dado mi
opinión arquitectónica sobre la nueva capital de Egipto, sobre la nueva capital
de Singapur y que, hace tiempo, también ofrecí mi parecer sobre la capital estadounidense,
me gustaría ofrecer con brevedad mi crítica de la capital que proyectó levantar
Hitler, “Germania” hubiera sido el nombre de la nueva ciudad.
Uno puede ser malo como persona, pero bueno como artista. Pero ese no era el caso del tirano germánico.
El proyecto estaba
compuesto por construcciones que, consideradas en sí mismas, por separado, estaban
privadas de toda gracia, carecían del equilibrio de las obras maestras de la
época clásica. Eran malas copias de los originales, imitaciones que parecía que
hubiesen sido ideadas por malos estudiantes.
Alemania contaba con
magníficos arquitectos, pero el proyecto se encomendó a Albert Speer, amigo
íntimo del dictador, pero un arquitecto de cualidades extremadamente limitadas.
Cualquier obra deliberada en equipo, escuchando a los mejores profesionales de
esa época, en ese país, habría llegado mucho más lejos que el pobre Albert que
hizo lo que pudo, y ciertamente no pudo mucho. Parece mentira que tras tantos
años de reflexión alcanzara tan solo a idear algo como las maquetas que nos han
llegado. Nada ni remotamente parecido al Memorial de Lincoln, nada como el
Memorial de Harding, el Rascacielos Woolworth o la Casa de la Cascada de Lloyd
Wright.
En las dictaduras las
cosas siempre se hacen así: todo es a dedo. La dictadura y la meritocracia no
suelen ir de la mano. En teoría nada impide que un dictador (por infame que
sea) sea eficiente. Pero normalmente no es así.
Pero si los edificios de
ese proyecto, considerados uno a uno, están desprovistos de genio, igual de
insufrible resulta el conjunto. Lo que ideó Speer habría sido algo tan
desprovisto de vida como la Avenida Pensilvania de Washington D.C.
Hay mil veces más encanto
en la Gran Vía de Madrid que en esa sucesión de fríos edificios gubernamentales
ante la que Hitler se quedaba entusiasmado, y consta cómo le gustaba contemplar
a menudo esas maquetas. Ese entusiasmo es una muestra más de lo ignorante que
era ese hombre. No supo ni siquiera entender lo mejor de la arquitectura
alemana contemporánea ni de la del siglo anterior. Y justamente él, que no
entendía nada, se encargó de escoger al encargado de llevar a cabo sus
fantasías. Todos desearíamos que los dictadores llevaran a cabo primero sus
fantasías arquitectónicas y que dejaran sus fantasías bélicas para después. Pero
no, todos se dicen a sí mismos: Primero conquisto al vecino, después me
dedicaré a construir. En este caso, el orden de los factores sí que cambia,
radicalmente, el resultado. Gracias a tantos rosarios rezados en España, a
Franco solo le dio por construir pantanos y autovías.
Pero no nos despistemos,
regresemos a Adolfo. Incluso los dos edificios-estrella del proyecto, el edificio
de la gran cúpula y el arco del triunfo son una nulidad propia de un aficionado
a la arquitectura.
El edificio de la cúpula no
está dotado de proporción. Si Hitler hubiera conocido el Panteón de Roma o
Santa Sofía de Estambul se hubiera dado cuenta de que un elemento intermedio
entre el cuerpo de la base y la cúpula habría dotado de mucha más gracia al
proyecto.
Respecto al gran arco del
triunfo, ¿acaso no había visto Hitler el Arco del Triunfo de París para darse
cuenta de la diferencia entre esa obra maestra y su mamotreto (lo ideó el mismo
dictador)? Pues sí, conocía la obra francesa, pero no, no se percató de algo
tan elemental.