Se han marchado mis
padres. Con lágrimas en los ojos, les dije junto al coche: “Ojalá que
encontréis allá tanta felicidad cuanta paz dejáis en esta casa”.
La nevera ha quedado
llena lo mismo que el congelador. Ahora llega el momento decidir qué alimentos
sobrevivirán (me los comeré) y cuáles perecerán (irán a la basura). Ya se sabe
que las madres son incapaces de cocinar una cantidad de comida que se pueda gastar
en un tiempo razonable, antes de que se estropee.
Las madres piensan que la
nevera es una especie de artefacto que introduce los alimentos en un estado de
suspensión temporal. Yo esta incapacidad para la administración alimenticia ya me la conozco y nunca le hago la más mínima
reconvención: los alimentos que deban perecer, perecerán. Para qué emprender batallas perdidas: ni maternas ni eclesiales.
Del marido de mi madre no
me atrevo a hacer broma en el blog, no tengo tanta confianza. Pero sí que su
carácter se va pareciendo cada vez más al de Greta Thunberg. Las noticias
nacionales políticas sacaban la energía de su carácter, normalmente, a horas fijas: las del desayuno, almuerzo y cena. Yo reaccionaba con una flema británica
digna de un san Bruno. Eso sí, al segundo día, trataba de poner el Canal
Viajar: “Mira que bonito”, le decía.