Estos días he estado reflexionando en que, de hecho, el
sistema organizativo de cada diócesis del mundo es monárquico. Teóricamente, la
concentración de poder episcopal debería estar regida por un espíritu sinodal. De
manera, que la labor en equipo, en la práctica, atemperaría esa concentración.
El mundo de los deseos es libre. Pero puedo asegurar
que el poder es monárquico, salvo excepciones. No solo eso es lo ordinario, sino
que, en casi todas partes, allí donde existe un consejo (arciprestes, vicarios,
consejeros de economía, de pastoral) se premia no la franqueza en la crítica,
sino que, por el contrario, se premia la conformidad, el asentimiento, el
reforzamiento de la opinión, el asentimiento con la opinión monárquica
manifestada o presentida.
He conocido docenas de diócesis en mis viajes. Los ejemplos
se multiplicarían. Y van desde los grandes escándalos hasta cuestiones organizativas
cuyas evidentes malas consecuencias se perpetúan durante decenios. Se perpetúan
con consecuencias.
Hay que reconocerlo, el sistema premia la conformidad,
el dar la razón. Es algo inherente a la debilidad de la naturaleza humana. La solución
no es fragmentar el poder del obispo. La solución no es complicar el gobierno episcopal
levantando muros y muros de leyes.
Como ya he dicho en otros posts, si se crearan cauces
para la crítica eclesial, como el reforzamiento de la figura del arzobispo, se
podría dar impulso a un cierto cambio. El arzobispo (en realidad, un equipo de
colaboradores suyos) como recipiente de esas críticas. Recipiente que
discierna, que racionalice el magma que llegue hasta él. Esto no sería, de por
sí, la solución de todo. Pero podría ser un comienzo de toma de conciencia.
Conciencia de la Iglesia para analizar la situación y tratar de buscar nuevas soluciones en
temas que van desde la gestión económica hasta el campo de los recursos
humanos.