miércoles, enero 06, 2021

2020 fue para mi el año de san Pablo. Miles de personas espero que recorrerán mi mismo no "Camino de Santiago", sino Paulino.


Ahora que estoy a un par de días de acabar mi novela sobre el apóstol Pablo, ahora que estoy tan cerca de acabar mi novela sobre el principio de la Iglesia, me percato por milésima vez de lo entremezclada que está nuestra fe con la historia. La fe que se desarrolla (homogéneamente) en la historia. La historia que (sin cambios esenciales) desarrolla la fe.

Hacer una novela sobre la Iglesia fresca salida de las manos de Jesús y entregada a las manos de los Doce es hacer teología.

Viajar con san Pablo es viajar a la frescura primera de la fe.

Para mí ese momento fue una época aurea. Pero no nos engañemos, existían las mismas miserias, egoísmos y pecados que ahora.

Pero no, tampoco era lo de ahora solo que con togas y túnicas. La Iglesia es sustancialmente la misma, pero ¡cuántos cambios!

La frescura del primer momento. La alegría de una ilusión primaveral. En medio todo ello de una sociedad de opresión, esclavitud y sangre, pero también en medio de un imperio bellísimo. ¡La belleza del imperio! Se sentían orgullosos de haber llegado a esa plenitud. Los siglos futuros querrían repetir, imitar, revivir, ese imperio hermoso.

Siento que acaba un viaje para mí. He consagrado un año de mi vida a un gran mural, a una gran pintura: a la Iglesia. Doy sermones. Este libro de tres tomos de novecientas páginas cada uno es un sermón. El recorrido acaba. Ahora otros recorrerán el camino que he abierto sobre la nada. Tropezarán en las mismas piedras, doblarán por los mismos recodos, verán lo mismo, escucharán las voces que yo escuché, olerán las mismas especias y escucharán los mismos sones de la flauta doble de los griegos.