Hoy he dedicado la mañana a leer
teología. Como siempre, me gustaría leer sobre Dios mismo, pero no resulta nada
fácil leer cosas nuevas sobre Dios Uno y Trino;
cosas que realmente sean una aportación nueva, no una repetición.
Así que he leído acerca de la teología
del siglo XX: qué fue lo nuevo, cuáles fueron los avances, qué fue más allá de
la mera repetición. Afortunadamente hay quienes mejores conocedores que yo de
este campo me han hecho la síntesis. La obra de Rosino Gibellini me está resultando
especialmente útil, todavía estoy con ella.
En medio de estas lecturas he tenido
la curiosidad de buscar qué decían los autores ortodoxos sobre la obra
teológica de san Agustín. He interrumpido lo que estaba haciendo y me he puesto
a buscar. Me ha sorprendido la estrechez de miras de esos teólogos ortodoxos:
su deseo por hacer un mundo de error de cualquier piedra en el camino, su afán
por no reconocer lo incuestionable de esa montaña sin igual en toda la
patrística.
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Después de conocer parcialmente a tantos
autores, esta mañana llegaba a una conclusión: la bondad de espíritu ayuda no
tener prejuicios en teología. Cuanto más buena sea un ser humano, más abierto
estará a todo lo noble, a todo lo positivo, de cualquier tendencia, de
cualquier autor, de cualquier confesión religiosa.
Ser mala persona conlleva, sin
querer, ser más proclive al prejuicio. Ser teólogo no implica no ser mala
persona. Desgraciadamente los malos sentimientos inclinan a realizar una
teología hostil, unos razonamientos erizados, a escribir páginas a la contra.
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Ya lo expliqué en diversos posts de
hace tiempo que propugno una reforma de las facultades de teología y de las
residencias de sacerdotes para doctorandos para “monastizarlas”, para que su apariencia
estética, sus horarios, el espíritu que reine en ellas sea mucho más
espiritual. El tiempo de estudio de una licenciatura o de un doctorado debería
ofrecer (por el collegio y las aulas) un entorno óptimo para la profundización
en el Misterio de Dios, y no solo conocimiento.