domingo, junio 11, 2023

Los cambios episcopales

 

La llegada de un nuevo obispo a cualquier diócesis es algo que ofrece la sensación (¡y lo es) de nuevo comienzo. Esperanzas, proyectos… un obispo llega con ganas de hacer cosas, de poner en marcha iniciativas. Tiene sus propias ideas de cómo revitalizar una diócesis y está abierto a escuchar las propuestas de los otros. Un nuevo pontificado es la esperanza de una renovación.

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Reflexionando sobre el tema, hace años llegué a la conclusión de que lo mejor era que los obispos estuvieran solo en una diócesis hasta la jubilación; como máximo en dos.

Pero reconozco que la llegada de un nuevo obispo es una revitalización de la pastoral y de las relaciones entre el prelado y sus presbíteros. También supone un cambio en los cargos pastorales de la curia, y los que comienzan siempre lo hacen con una nueva ilusión.

Aunque no sé, a pesar de que esto es tan positivo, pienso que la permanencia de un obispo durante muchísimos años es un bien más precioso. Pero si preguntáramos a los obispos y al clero, todos preferirían un nuevo obispo cada quince años.

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En mi opinión, un obispo debería estar en una sola diócesis toda su vida y no jubilarse, como norma general. Pero en cuanto la edad comenzara a hacer sentir su peso, la Santa Sede debería nombrarle un obispo coadjutor que, de facto, fuera el que gobernase; eso sí, con la aquiescencia el obispo residencial que reconociese que, efectivamente, la edad ya solo le permite dedicarse a unas ciertas actividades pastorales y litúrgicas, pero no al gobierno de la diócesis. Y ese peso suele comenzar a sentirse a los setenta años de edad. Y a los setenta y cinco ya resulta evidente en la mayoría de las personas, sea cual sea el oficio que desempeñen.