lunes, agosto 24, 2020

Momentos que no volverán a repetirse con esa intensidad

 

Me he acordado hoy de un episodio de mi vida muy gracioso. Yo tenía menos de cuatro años. Íbamos caminando con algunos familiares por un camino. Debía ser otoño. Y, de pronto, un charco, un charco grande, lleno de barro.

Me sentí feliz, muy feliz: me habían comprado unas botas de plástico. Hasta entonces, siempre que veía un charco sentía un impulso instintivo a meterme en él. El charco me llamaba.

Pero existía una extraña relación (que yo no comprendía) entre meterme en el charco y los gritos de mi madre. Pero eso era agua pasada: ¡tenía botas! ¡Botas de plástico!

Todavía me acuerdo como pisaba con decisión, con fruición, por encima de ese barro. Tenía más de dos metros de longitud. Os aseguro que creía que nunca había visto un charco tan extenso. Me gustaba sentir el barro debajo de los pies, el agua que removía. Lo cruzaba, pero lo que más me interesaba era el centro.

No creo que ni Superman disfrutara tanto de sus superpoderes como yo de esas botas. El recuerdo ha quedado fijado en mi memoria más de cuarenta y cinco años.