Me he acordado hoy de un episodio de mi vida muy gracioso. Yo tenía menos
de cuatro años. Íbamos caminando con algunos familiares por un camino. Debía ser
otoño. Y, de pronto, un charco, un charco grande, lleno de barro.
Me sentí feliz, muy feliz: me habían comprado unas botas de plástico. Hasta
entonces, siempre que veía un charco sentía un impulso instintivo a meterme en
él. El charco me llamaba.
Pero existía una extraña relación (que yo no comprendía) entre meterme en
el charco y los gritos de mi madre. Pero eso era agua pasada: ¡tenía botas! ¡Botas
de plástico!
Todavía me acuerdo como pisaba con decisión, con fruición, por encima de
ese barro. Tenía más de dos metros de longitud. Os aseguro que creía que nunca
había visto un charco tan extenso. Me gustaba sentir el barro debajo de los
pies, el agua que removía. Lo cruzaba, pero lo que más me interesaba era el
centro.
No creo que ni Superman disfrutara tanto de sus superpoderes como yo de
esas botas. El recuerdo ha quedado fijado en mi memoria más de cuarenta y cinco
años.