Después llegué a Valerián. Los comics de este
personaje y su compañera supusieron un placer difícil de expresar con palabras.
Yo estaba ya en el instituto. Esas hojas eran un banquete para los ojos. Las historias
eran mucho más interesantes y profundas que las de Astérix.
En el seminario descubrí La Torre de la Saga de
las Ciudades Oscuras. Fue todo un impacto. Un verdadero golpe estético con una
historia apasionante. Esa saga supuso el final del camino de mis lecturas de
comics. Esa colección ha sido el último gran placer que me ha dado ese mundo.
Desde los cuentos troquelados con historias como la de
Pulgarcito, que hojeaba (sin interés) a mis cuatro años, hasta la Saga de las
Ciudades Oscuras: toda una vida.
Al escribir estos posts, os aseguro que he revivido
esas emociones, esas escenas en que yo leía en la cocina, con mi madre detrás,
preparando la cena. No puedo evitar sentir algo de nostalgia, pero nostalgia de
la buena.
Mi casa no solo eran unas paredes y unas habitaciones,
también ese mundo de lecturas. Ahora ya no existe ni ese mundo físico (la casa)
ni ese mundo de emociones infantiles. Decenios de polvo han caído sobre esas emociones.
Una vez más la comprobación de la vanidad de las cosas, de cómo todo pasa.
Damos el presente por poseído, pero se nos escapa de
las manos. El tiempo sigue corriendo. Siempre dimos el presente por poseído,
por seguro, por descontado, pero no nos dábamos cuenta de que se deshacía lentamente,
pero a ritmo constante. Aquel niño dejaba de ser niño. Aquel adolescente dejaba
de ser adolescente. Aquel seminarista iba camino de la vejez. La vida, la de
todos, resulta una aventura apasionante en su sencillez, en su serenidad,
aunque no ocurran “grandes” cosas.