Llevar casi diez años
visitando enfermos en todas las plantas de un hospital hace que cambien la
forma de ver dos cosas.
La primera las películas.
En la pantalla los protagonistas se pelean, se dan puñetazos, luchan y después
sacuden el polvo y vuelta a la normalidad. Como mucho el maquillador dibuja una
cicatriz o una magulladura. En la vida real eso no es así. Basta pasarse por
urgencias, en la zona de traumatología, para darse cuenta de que cualquier
caída desde cuatro metros de altura, cualquier agresión violenta, con
frecuencia, provoca daños que requerirá de bastante tiempo para soldarse y cuyas
secuelas no son baladíes. Un puñetazo en el abdomen puede partir el hígado. Un puñetazo
en la cabeza puede dejar permanentemente sin escucha a un oído, hacer perder la
visión de un ojo. Pero en el cine al protagonista le parten sillas en la
cabeza, sale despedido en el aire por una explosión, y se recupera dando a entender
que (como mucho) solo requiere de un poco de descanso en la cama esa noche o un
par de días. Un solo paseo por traumatología, escuchando que les trae por ahí,
basta para comprobar que los huesos tienen la dureza de la madera, eso es todo.
La otra cosa que cambia
la mentalidad de los sanitarios es que cuando hablamos de guerras, como la de
Ucrania, no podemos dejar de pensar en la factura de pacientes que esos
bombardeos y disparos provocan. Resulta facilísimo imaginar las urgencias de un
hospital donde llegan los huesos rotos por derrumbes de edificios, las
quemaduras por las bombas, las penetraciones de la metralla.
Los niños pequeños que van
a un lugar a celebrar un cumpleaños piden platos sin pensar en la factura. El padre
sí que cuantifica todo de forma realista. Los gobernantes amenazan con la
guerra, pero después ellos no van a estar allí viendo cómo evoluciona un
vientre suturado que se ha infectado, o una mujer anciana a la que se le partieron
tres costillas.
Para un médico, para una
enfermera, para una auxiliar la guerra pasa a tener una dimensión muy distinta
de la de los grandes óleos de batallas heroicas. Detrás del lienzo épico —las batallas
quedan geniales sobre un cuadro grande— hay otras escenas que no aparecen. Hay otra
batalla que la libran las enfermeras que limpian una gran cicatriz que supura
dos semanas después de la operación quirúrgica, o que la libra el que tiene la
cabeza inmovilizada en un gran armatoste que fija de forma absoluta el cuello
hasta que suelden los huesos.
La guerra es lo más
asqueroso que pueden hacer los seres humanos. Ay del gobernante que fríamente
decide provocar esa cosecha de dolor, enfermedad y muerte. Reconozco que cada
vez que veo a Putin siento asco: asco por la repugnancia de sus actos. No
siento nada de odio, ni lo más mínimo, solo asco.
Y desprecio por todos los
monitos que se mueven con miedo a su alrededor diciendo a todo que sí. Labrov,
su ministro de exteriores, me provoca un especial desprecio. El mismo que me
provocaría un lugarteniente de un mafioso.