Ayer, 31 de diciembre,
cené en casa de una familia. La comida fue excelente. No exagero si digo que
nunca, en toda mi vida, he probado una merluza mejor cocinada que esa.
Pero la mayor alegría
fueron las niñas pequeñas que amenizaron toda la cena con sus travesuras. Una se
levantaba a darle un empujón a la más pequeña que había abandonado el plato a
hacer no sé qué en el belén. Otra, de pronto, llegaba a la conclusión de que no
le gustaba el pescado; sobre todo, al ver que a la otra le daban carne. La más
pequeña daba un grito estentóreo que hubiera despertado y puesto en pie a todo
un rebaño de ovejas.
Así, rodeado de estas
niñas rebosantes de alegría, ya sentado en un sillón, traspasé el umbral del
año 2020. Y digo “rodeado”, porque esas niñas me abrazaban, se subían por el
respaldo del sillón hasta llegar a mi hombro, me traían las velas de decoración
de su madre, solo querían jugar. ¿Qué se suponía que tenía que hacer yo con la
vela?
El Señor nos ha dado un
año más y nos ha concedido atravesar la puerta de otro más. Este año tengo un
propósito: un viaje. Ese viaje va a ser a través de la Palabra de Dios. Quiero
esforzarme por vivir más profundamente las Escrituras. Deseo ser vivificado por
la Voz Divina. Siempre he insistido mucho en el poder de la gracia que reside
en los sacramentos. Esta vez el propósito es su Voz: escucharle, tratar de
poner en práctica lo que Él me enseñe.
Post Data: Feliz año nuevo a todos. Os quiero y nos encontramos en este extraño rinconcito de la Nube.