El tema de
ayer, algo que se me ocurrió de pronto, me parece tan interesante que he
revisado y redactado de nuevo el post de ayer, ampliando algunas partes. Me
parece tan fascinante que mañana le dedicaré otro post más. Ahora los pensamientos
de ayer de nuevo.
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Ayer estaba hablando con un amigo, por teléfono, antes de
acostarme y le pregunté: ¿Te imaginas un “cristianismo” sin Encarnación?
¿Cómo hubiera sido una fe “cristiana”
en la que toda la construcción de fe fuera la misma, solo que la Encarnación no
se hubiera anunciado y no se hubiera producido? Me puse darle vueltas a la
hipótesis de que Dios nunca hubiera anunciado la venida de un Mesías, sino la
manifestación definitiva que culminaría todas las teofanías anteriores.
En el año 30, Dios, llamándolos como a
Samuel o Ezequiel u otros, podría haber reunido un grupo de cuarenta profetas
de todas las tierras de Israel. Estos podrían haber vivido, en un desierto,
dedicados a la oración y la enseñanza del Espíritu de Dios. El cual con
visiones y locuciones les hubiera enseñado las parábolas y todas las enseñanzas
teológicas y morales. Les podría haber enseñado con sueños, con visiones, con
locuciones. Estas enseñanzas podrían haber estado corroboradas por cinco, por
nueve o más compañeros.
La gente habría empezado a acudir a ese lugar a recibir enseñanza.
Esos cuarenta sabios, algunas veces, harían milagros como Elías. Otras,
otorgarían profecías al que les viniese a consultar.
Al acabar los tres años, tendría lugar la manifestación más
grande. Una columna de fuego se manifestaría a las afueras de Jerusalén. Una
columna como la que vieron los hebreos en el Éxodo. Desde ese torbellino, la
Voz les hablaría a todos los presentes, no solo a los cuarenta elegidos.
Lenguas de fuego se desprenderían y se posarían sobre las cabezas
de los profetas, otorgándoles el poder de los siete sacramentos; sobre los
cuales, ya habrían sido previamente instruidos.
Al no producirse la Encarnación, no habría sacramento de la
Eucaristía. Pero podría continuar el sabat judío, pero transformado en
sacramento. Es decir, el pan y el vino no serían la presencia de Cristo, pero
si conferiría gracias como alimento espiritual.
La Iglesia comenzaría y tendríamos un Nuevo Testamento con un
Evangelio único (un solo libro) donde se narrase la historia, portentos y
manifestación final de esos tres años de desvelamiento de los misterios. Ese
“Evangelio” sería una obra coral de los cuarenta sabios. Mientras que los continuadores,
el siguiente círculo concéntrico de colaboradores, escribirían su versión de Hechos
de los Cuarenta Profetas y distintos tratados teológico-sapienciales que
glosarían el “Evangelio”. Pudiendo acabar todo con un apocalipsis.
¿Para qué
reflexionar sobre una hipótesis?
Ojo, esta hipótesis de lo que pudo suceder, de las opciones que
tuvo la libertad divina, no la propongo para hacer
de menos a la Encarnación. Todo lo contrario.
Reflexionando teológicamente sobre un cristianismo sin Cristo nos damos cuenta
de que lo mejor fue la Encarnación. Fue la
opción más generosa por parte de Dios.
Además, los cristianos no solo creemos en la Encarnación in genere, sino que creemos en la
Encarnación con todas sus circunstancias. Dios fue optando por las opciones que
mejor mostraran su exceso de amor. La misma Encarnación podría haberse producido
en circunstancias muy distintas. Podría haberse encarnado en una poderosa familia
sacerdotal, nacer en un palacio, etc.
Otra posibilidad
Otra versión de esa hipótesis de un “cristianismo” sin Encarnación
podría haber sido que el Espíritu hubiera escogido a los Doce Apóstoles en vez
de a cuarenta profetas. Y que los Doce, instruidos del modo que he dicho,
directamente por un “Dios no encarnado”, hubieran hecho lo que hicieron los
Doce en nuestros Hechos de los Apóstoles. Incluso los libros del Nuevo
Testamento podrían haber sido exactamente los mismos (el mismo contenido, hasta
los mismos títulos), solo que sin referencia alguna a Cristo, sino solo a la
Gran Manifestación, aquella que les otorgaría el poder de los sacramentos.
También habría existido san Pablo y con los mismos viajes.
Tanto en la primera hipótesis como en la segunda, en ambas, les
habría revelado la existencia de la Trinidad, la Iglesia existiría con la misma
organización eclesiástica. Incluso podría haber existido Judas Iscariote
traicionando el mensaje de los cuarenta profetas o de los Doce Apóstoles,
poniéndose al servicio de la casta sacerdotal que no aceptaría ese cambio de
cosas. La división entre el Templo y los “cristianos” hubiera podido seguir el
mismo curso que, de hecho, ha tenido.
También podría haber existido María, como Vaso Espiritual, pero sin
producirse nunca el anuncio del ángel; hubiera podido existir con su total
entrega y su total amor a Dios, como la última perfecta Judit y la última consumada
Ester, la mujer del Cantar de los Cantares, pero sin Cristo.
Si valoramos todas las opciones, si las
ponderamos con toda la seriedad que merecen, se observa que de todas las
opciones la que mejor manifiesta el amor divino es la de la Encarnación. No es
una opción más, es la mejor; la que más nos mueve a la conversión y a la
santificación. Sin pasar por la Pasión y Resurrección, las virtudes de María al
no ser probadas hasta el heroísmo del Calvario, podría haber estado llena de
gracia, pero sus virtudes quizá no hubieran llegado a la cima que llegaron. La Encarnación
santificó a María. Y mucho más quedó santificada con el horno de sufrimiento
final, la Pasión de Cristo.
Por supuesto que la Redención en la
Cruz no se hubiera producido. Pero Dios podía haber dispuesto su perdón por
otro medio; incluso con su mera voluntad, proclamando un supremo año jubilar.