Los escritores
suelen ver a los editores como enemigos. No es mi caso. Los consejos de los
editores suelen ser estar cargados de experiencia. Los que están al cargo del
mundo editorial suelen saber mucho de literatura. Cuando uno de estos
profesionales señala un defecto al escritor, suele tener razón el editor.
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Ojo, no es contradictorio
afirmar que hay editores que saben muchísimo de literatura --no pocas veces más
que el escritor--; y afirmar, al mismo tiempo, que hay editoriales que han
escogido con plena conciencia el camino de las “obras sencillas para el gran
público”. Cambiemos, en la frase, “obras sencillas” por obras ramplonas;
y “gran público” por lectores de notable poco gusto.
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Cada
editorial suele tener sus correctores. Jamás entenderé cómo se pueden meter
tantas erratas en mis escritos. Yo creo que vienen de alguna dimensión y se
insertan en mis páginas, mimetizándose a la perfección.
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Cuando un
corrector me señala un error, por sistema le doy la razón. Es como cuando en un
comercio me dan el cambio. Al final siempre, siempre, hago la cuenta con tranquilidad
y le doy la razón a mi tendero chino a mi frutero marroquí. Con los correctores
pasa lo mismo.
Nunca he
visto al corrector como un enemigo. Al revés, mis textos siempre precisan de la
paciencia del corrector. Y cuando el corrector se equivoca y lo descubro, doy
un salto de alegría, como el que pesca una trucha.
Lejos de
enfadarme, le doy unas palmaditas en la espalda y le digo que todos erramos y
tal. Pero pienso: “Una a cero, je, je”.
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Si presentas
una breve listas de indudables, undisputed, erratas del corrector al
editor, este presionará una tecla de su ordenador y saldrá un mensaje tipo ya redactado
que reza así: Lamentablemente, vamos muy justos para poder tener en cuenta
sus sugerencias y tal. En los ordenadores de los editores, el mensaje ya
viene de serie.