Os pongo
algunas fotos de mi viaje. Son unas pocas, porque la mayoría las hace la gente
y, como es lógico, se las quedan ellos. Mi trabajo, día a día, es un trabajo
paciente con la Palabra de Dios (sobre todo para mis sermones), con la teología
(para producir, a veces, libros de mediana calidad) y con la literatura (para
hacer apostolado, o mejor dicho “algo de apostolado”). Pero cuando salgo a
estos viajes veo a mis lectores, a mis oyentes, y eso me da nuevos ánimos en mi
trabajo.
Cierto que
soy rodeado de un afecto excesivo que no me merezco, pero bueno también a veces
soy rodeado de una aversión que, claramente lo digo, tampoco me merezco. No soy
ni tan digno de ser admirado ni tan digno de ser menospreciado.
En la vida,
me hubiera sentido más que satisfecho con algún puesto de profesor en una facultad
de teología. Cuando me ordené tampoco aspiré más que a ser párroco de algún
pueblo o el destino que quisiera darme mi obispo.
Nunca, ni en
mis más delirantes sueños, me imaginé estar rodeado de tanto cariño por parte
de tantas almas a las que mi palabra escrita y hablada ha llegado.
Pero es
curioso que una obra totalmente menor que escribo como una pequeña locura
literaria puede hacer las delicias de una persona aburrida en una noche
tropical en lo más profundo de la selva o en una isla de la Polinesia. Sí, he
tenido algún lector en esas islas del Pacífico y en Dubai o en una abadía
inglesa o ¡en una cartuja! que me han contactado.
Pero la
admiración tiene poco poder “energizador”, uno siempre es consciente de su carácter
excesivo. Lo que sí que me sorprende es cuando me encuentro a personas por encima
de los sesenta años que todavía esperan algo del mundo. Nunca los juzgo ni los
critico, simplemente es algo sorprendente que a esa edad se puedan albergar las
esperanzas de los dieciocho años.