Cuando hoy he salido de mi casa, qué bonita estaba mi
ciudad bajo este sol primaveral. Las calles estaban rebosantes de vida, de
universitarios con sus ilusiones, con la alegría propia de los veinte años y
todo un mundo por descubrir. También había turistas despreocupados, sonriendo
ante una cámara, escuchando a una guía que explicaba la portada plateresca de
la universidad.
Me he comprado tres cruasanes. Hay una panadería que
hace los mejores que he comido nunca.
Grandes, en su punto exacto de horneado,
esponjosos. De primero me he comido unas cuantas fresas, rojísimas,
perfectamente maduras.
Le he aconsejo a un médico que ha leído mi Paulus
que lea las cartas de san Pablo en orden cronológico. Estoy seguro de que se va
a lanzar a ese viaje teológico, a esa peregrinación bíblica, con entusiasmo.
Nada más acabar esta línea voy a llamar a un sacerdote
jubilado que fue el párroco de la población vecina hace más de veinte años, don Ambrosio. Qué
alegría va a ser saludarle, aunque hablé una vez con él hace dos años. Nos
llevábamos muy bien. Fue un vecino encantador, una buenísima persona de la que
guardo un inmejorable recuerdo.