Cuando un laico me cuenta una mala
experiencia que tuvo con un sacerdote —una mala contestación, un enfado, un acto
cruel— lejos de mí el defender al sacerdote por ser
sacerdote. Dígase lo mismo cuando un sacerdote me ha contado una mala
experiencia con su obispo. Esto vale para el papa y para todos.
Me acuerdo de una vez que le conté
una historia muy desagradable a una buena amiga, candorosa y muy religiosa. Se la
conté porque me insistió mucho. Pero tras escucharla se puso a dar palos de ciego para salvar al otro eclesiástico. “Tal
vez... y sí... puede que...”.
Cuando acabé de escuchar todas sus hipótesis,
le dije: “Mira de esta historia solo sabes lo que te he
resumido, hay otros veinte capítulos previos”. Pero nada, seguía
ejerciendo de abogada: hipótesis tras hipótesis. Si ella hubiera sabido todo,
se hubiera dado cuenta de lo ridículas que resultaban esos palos de ciego.
Al final le tuve que decir conteniendo
mi cólera: “Mira, de todo esto solo sabes lo que te he dicho. Hay más y estás
equivocada”. Y aprendí para siempre que, con buena voluntad de excusar a
alguien, a veces podemos hacer la más injusta de las
defensas de alguien que no conocemos, provocando solo el enfado de la
víctima, con toda razón.
Hay ocasiones en que solo se puede
escuchar a alguien y no ponerse a hacer de maestro en un tema en el que el otro
no es que sepa más, sino que lo sabe todo. La buena voluntad no exime de
provocar la cólera al defender lo indefendible.