Hoy hemos ido todos los
curas al obispado a hacernos la prueba del coronavirus. Era una prueba
voluntaria. Todos los sacerdotes estábamos de acuerdo en que ha sido una buena
idea del obispo o sus consejeros.
En realidad, hoy hemos
ido los curas cuyo apellido fuera de la A a la L. Hemos formado una fila, hemos
mantenido la distancia entre nosotros, todos con nuestra mascarilla. Reinaba el
mejor de los humores. Nos darán los resultados la próxima semana.
Sea dicho de paso, el que
me ha pinchado para extraerme la sangre lo hecho como nadie nunca. Yo creo que
nunca me han pinchado de una forma tan perfecta, tan indolora. Iba con miedo,
porque la última vez, la jovencita, me hizo daño de verdad. Pero mucho daño. Y,
encima, no sé cómo lo hizo que tuvo que sacar la aguja e intentarlo en el otro
brazo.
El obispo se ha acercado
a la fila a saludarnos, manteniendo las distancias reglamentarias. Yo no quería
hablar mucho con él, porque si lo contagiaba y lo enviaba al otro barrio, mucha
gente me lo echaría en cara. Y, por usar una expresión que escuchaba en mi
tierra: No quiero cargar con ese mochuelo.
Siempre me ha gustado escribir sobre el episcopado. Pero no he sentido ninguna inclinación a producir sedes vacantes. Y si estoy cargado de virus soy como una bomba andante, un aerosol con millones de coronavirus: todos ellos hambrientos, ansiosos. Por eso me alejé y si me hubiera preguntado, hubiera respondido con monosílabos. O, mejor aún, negando con la cabeza. O, incluso, sin llegar a negar, pero sin acabar de afirmar...