En realidad, el fútbol siempre
me ha dado lo mismo. Pero la felicidad de mi corrector, que es argentino, ¡no
me da lo mismo!
Si ganar el mundial, le
produce alegría, también a mí. Su labor de corrección y consejo ha sido tan inmensa,
tan desinteresada, tan colosal, que si se hubiera jugado la final entre mi país
y el suyo, y hubiera estado en mi mano dar la victoria a alguien, hubiera
escogido la victoria de su país solo por darle esa alegría.
Si estuviera en mi mano
(no siendo yo cardenal) el que saliera un papa argentino o uno español con
igualdad de virtudes y capacidades, hubiera escogido uno argentino por darle
una alegría a mi corrector.
Pero sería no siendo yo
cardenal, porque siéndolo es muy difícil que dos candidatos tengan exactamente
la misma proporción de excelencia para el cargo. Ahora bien, a la hora de
elegir, el país no tendría ninguna importancia, nula. Lo único que puede
importar es la capacidad para el cargo, jamás consideraciones nacionalistas.
En mi diócesis no me
importaría tener como obispo a alguien recién llegado de África si ese
candidato fuera mejor que otro con nacionalidad española. El nacionalismo no
puede tener ninguna cabida en la Santa Iglesia.
Incluso para la
presidencia de mi país, si el más adecuado fuera, por ejemplo, un inmigrante marroquí
o del África subsahariana, yo no tendría ningún problema en votarle por el hecho
de no haber nacido en España. Si fuera el más adecuado entre los candidatos, el
lugar de nacimiento o su étnica no tendría para mí ningún inconveniente.
Incluso si el más adecuado para el puesto fuera un musulmán, tampoco.