Hoy he estado revisando las enmiendas
que me ha enviado el corrector del segundo volumen de Paulus, que saldrá
dentro de un par de meses. Me gustaría saber cuántos son los autores que revisan,
una a una, todas las correcciones del texto. En el primer volumen de esta
novela esa revisión por mi parte significó algo así como una semana de trabajo.
Casi siempre tiene razón el corrector.
Solo una vez cada setenta veces pude disentir con la última correctora, y
cuando eso sucedió se trata de una corrección estilística. Es muy difícil que
un corrector se equivoque en cuestiones gramaticales. La magnífica correctora
del primer volumen solo tuvo lapsus gramaticales unas cinco veces creo recordar.
Cinco veces en más de medio millas de páginas no es nada.
Reviso las correcciones para
aprender, esa es la única razón de tomar sobre mí tanto trabajo. Ir puliendo el
estilo requiere atender a lo que se te dice. No requiero de humildad, me
resulta evidente que el corrector tiene la razón de su parte. Pero tengo la sensación
de que los cincuenta años no es momento para pulir el estilo. Demasiado tarde.
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Hacia los editores tengo el máximo
respeto. Los editores tienen una capacidad asombrosa para dar consejos atinados
a los escritores. Cuando el editor y el escritor discrepan, suele tener razón
el editor. Si el editor tiene un genio delante de sí, suele reconocerlo al
momento y respetarlo. Así que las sugerencias son más que maternales. Y más
todavía porque saben que los escritores son bastante ególatras, yo no. El
carácter de los escritores solo se puede calificar de intratable, yo no.
Pero los editores son profesionales
en tratar a semejante tipo de personas. No creo que un psicólogo lo hiciera
mejor.
En mi caso tengo la sensación de que
el amor de los editores también me llegará tarde en caso de que llegue.
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Ayer hojeé, durante una hora, El
camino de Delibes. Lo lamento, nunca me ha entusiasmado este autor. Valle Inclán
tenía el don de la genialidad; Delibes, no.
Durante mis comidas estoy acabando de
ver los cuatro capítulos de Catalina la Grande (Hellen Mirror). Es la
primera excepción que hago en ver una serie. No lo he hecho durante más que una
vez en veinte años.
Esta serie de Catalina tiene un
presupuesto grandísimo, se nota. Pero los diálogos son ridículos. La historia
que cuenta es nula. Son cuatro capítulos sin nada que contar. La única historia
que se narra son unas escenas de riñas con el hijo ambicioso, unas cuantas
escenas de amor de la emperatriz por Potemkin y ya está.
Los guionistas tenían su trabajo hecho
con solo contar la verdadera historia, pero decidieron perderse por vericuetos
hollywoodienses, escenas que respiran falsedad por los cuatro costados.
Por una cantidad módica yo sí que haría un buen guión para una película titulada Putin.