Antes de ayer acabé de
ver otro capítulo del programa ¿Quién es mi padre? No me pagan nada por
hablar de ese programa, pero es que no puedo dejar de comentar lo que me
impresionó el amor del rey Balduino de Bélgica por su esposa Fabiola. Un amor
que se desbordó a sus sobrinos y al resto de la familia. Se convirtieron en
nexo de unión para toda la parentela. Su amor se desbordó. Fue un amor perfecto
basado en su relación con Dios. Pusieron por delante de todo al Creador y fueron
bendecidos en la tierra. Hay que ver con qué cariño y emoción hablaban de ellos
sus parientes.
Pero a la semana
siguiente el programa trató del humorista Gila: todo lo contrario. El dolor que
causó su egoísmo. ¿Cómo calificar su “amor”? Como mera apariencia de amor, no
siendo otra cosa que egoísmo. Los hechos son rotundos. No los voy a desgranar,
pero el panorama que dejó su vida fue concluyente. En resumen, a la primera esposa la abandonó sin más. A su segunda pareja, no se casó, le dejó dos hijos. Y ganando muchísimo dinero no mantuvo a la familia. Con la tercera mujer, se casó y pasó con ella los últimos días; ya sin dinero.
Ganó muchísimo dinero
(solo a Hacienda le debía 15 millones de pesetas en los años 60) y acabó sin
ahorros. Pero su viuda no tuvo ni para pagar su funeral. Y os ahorro muchos más detalles que muestran su calaña.
Qué contraposición tan
perfecta. De verdad que para un curso para novios en una parroquia, bastaría
ver un programa y ver el otro, para que todos sacaran una conclusión clarísima
de lo que es el matrimonio cristiano y lo que es una vida en la que el centro
soy yo sin importar el daño que hagan mis acciones.
En el primer programa una
sobrina de Fabiola se emocionó hasta las lágrimas recordando el amor de sus tíos. En el
segundo programa la hija de Gila lloró al recordar el desamor de su padre. La contraposición es perfecta.