viernes, marzo 10, 2023

Germania, la nueva capital proyectada de Hitler: una opinión arquitectónica, no política

 

Dado que he dado mi opinión arquitectónica sobre la nueva capital de Egipto, sobre la nueva capital de Singapur y que, hace tiempo, también ofrecí mi parecer sobre la capital estadounidense, me gustaría ofrecer con brevedad mi crítica de la capital que proyectó levantar Hitler, “Germania” hubiera sido el nombre de la nueva ciudad.

Uno puede ser malo como persona, pero bueno como artista. Pero ese no era el caso del tirano germánico.

El proyecto estaba compuesto por construcciones que, consideradas en sí mismas, por separado, estaban privadas de toda gracia, carecían del equilibrio de las obras maestras de la época clásica. Eran malas copias de los originales, imitaciones que parecía que hubiesen sido ideadas por malos estudiantes.

Alemania contaba con magníficos arquitectos, pero el proyecto se encomendó a Albert Speer, amigo íntimo del dictador, pero un arquitecto de cualidades extremadamente limitadas. Cualquier obra deliberada en equipo, escuchando a los mejores profesionales de esa época, en ese país, habría llegado mucho más lejos que el pobre Albert que hizo lo que pudo, y ciertamente no pudo mucho. Parece mentira que tras tantos años de reflexión alcanzara tan solo a idear algo como las maquetas que nos han llegado. Nada ni remotamente parecido al Memorial de Lincoln, nada como el Memorial de Harding, el Rascacielos Woolworth o la Casa de la Cascada de Lloyd Wright.

En las dictaduras las cosas siempre se hacen así: todo es a dedo. La dictadura y la meritocracia no suelen ir de la mano. En teoría nada impide que un dictador (por infame que sea) sea eficiente. Pero normalmente no es así.

Pero si los edificios de ese proyecto, considerados uno a uno, están desprovistos de genio, igual de insufrible resulta el conjunto. Lo que ideó Speer habría sido algo tan desprovisto de vida como la Avenida Pensilvania de Washington D.C.

Hay mil veces más encanto en la Gran Vía de Madrid que en esa sucesión de fríos edificios gubernamentales ante la que Hitler se quedaba entusiasmado, y consta cómo le gustaba contemplar a menudo esas maquetas. Ese entusiasmo es una muestra más de lo ignorante que era ese hombre. No supo ni siquiera entender lo mejor de la arquitectura alemana contemporánea ni de la del siglo anterior. Y justamente él, que no entendía nada, se encargó de escoger al encargado de llevar a cabo sus fantasías. Todos desearíamos que los dictadores llevaran a cabo primero sus fantasías arquitectónicas y que dejaran sus fantasías bélicas para después. Pero no, todos se dicen a sí mismos: Primero conquisto al vecino, después me dedicaré a construir. En este caso, el orden de los factores sí que cambia, radicalmente, el resultado. Gracias a tantos rosarios rezados en España, a Franco solo le dio por construir pantanos y autovías.

Pero no nos despistemos, regresemos a Adolfo. Incluso los dos edificios-estrella del proyecto, el edificio de la gran cúpula y el arco del triunfo son una nulidad propia de un aficionado a la arquitectura.

El edificio de la cúpula no está dotado de proporción. Si Hitler hubiera conocido el Panteón de Roma o Santa Sofía de Estambul se hubiera dado cuenta de que un elemento intermedio entre el cuerpo de la base y la cúpula habría dotado de mucha más gracia al proyecto.

Respecto al gran arco del triunfo, ¿acaso no había visto Hitler el Arco del Triunfo de París para darse cuenta de la diferencia entre esa obra maestra y su mamotreto (lo ideó el mismo dictador)? Pues sí, conocía la obra francesa, pero no, no se percató de algo tan elemental.