En estos días pasados, he
tenido unas interesantes conversaciones con un experto en cuestiones episcopales.
Me ha ofrecido interesantísimas informaciones sobre el cardenal Mc Carrick. En nuestras
conversaciones telefónicas hemos diseccionado la psicología de ese purpurado. Mi
amigo había conocido personalmente al cardenal.
Yo me he confirmado en mi
postura ya defendida hace tiempo. Hay que distinguir entre rango y función. Si un eclesiástico no es adecuado para una función, no
debe continuar en ella; aunque no haya cometido ningún pecado, aunque sea
una persona de oración y virtuosa. No se puede castigar a una diócesis a que un
obispo permanezca ejerciendo en ella ni diez años más, ni cuatro, ni uno más si
el prelado no es apto para esa función, aunque su vida sea la más ascética y
orante del orbe.
Ahora bien, si los
pecados graves de un obispo, demuestran que es inadecuado para una función. Habrá
que sacarlo, pero no soy partidario de que se le
retire el rango que tiene: sea obispo, arzobispo o cardenal. ¿Por qué? Porque
no retirarle del rango es un modo de mostrar que las dignidades, los rangos, en
la Iglesia son algo radicalmente distinto de los
puestos laborales en el mundo civil.
Ser obispo o ser cardenal
no es lo mismo que tener un puesto de dirección o pertenecer a un consejo de
dirección. Un cardenal si es inadecuado, el papa le podrá retirar el derecho a
ingresar en el cónclave y a asistir a los consistorios, pero convendría
mantener el resto de prerrogativas del cargo.
Por supuesto que una
dignidad (el cardenalato) no es lo mismo que una realidad sacramental (el episcopado).
Pero quiero pensar que para la misma Iglesia el
cardenalato es algo más que un trabajo que se da y se quita. El cardenalato
tiene una dimensión que va más allá de una mera
función, del mero ejercicio de una labor. Uno es cardenal. Por supuesto
que la autoridad papal puede retirar totalmente de ese rango. Pero una mayor
comprensión de lo que significa ser cardenal debería llevar a preguntarnos
si no sería más adecuado con ese rango retirar ciertas funciones (porque el
sujeto no sea adecuado), pero mantener a la persona en lo que es.
Un ejemplo paralelo lo
encontramos en la reflexión de lo que es un papa emérito. Cuando se anunció la
renuncia de Benedicto XVI, creímos en mi collegio romano que pasaría a
ser un cardenal y que vestiría como tal:
en los rangos de la Iglesia, uno viste como lo que es. Después reconocí la gran
profundidad que había detrás del hecho de mantener el tratamiento, vestiduras y
otras prerrogativas del papado, pero como papa emérito. Sobre ese tema no me
extenderé, porque ya reflexioné abundantemente en mi libro Ex scriptorio.
En el caso de Benedicto,
no podía seguir ejerciendo las funciones del papado por incapacidad: incapacidad de la vejez, en ello no había nada de
pecado. En el caso de un cardenal inadecuado, pecador, no podría seguir ejerciendo
las funciones por incapacidad culpable.
Pero, en los dos casos,
culpable o no, nos encontramos con una incapacidad. Se mantiene el rango que ha configurado el ser y el vivir de esa
persona, aunque se abandone el ejercicio de las funciones.
En el fondo, retirar de
un rango eclesiástico es un modo de intentar que no
sea lo que, desgraciadamente, es. Retirar
un rango es un modo de enmendar el pasado (que es irreformable) con una
decisión del futuro. Pero, hagamos lo que hagamos, el futuro no puede cambiar
el pasado. La figura del cardenal pecador hay que afrontarla, aceptarla (aunque
se le quiten las funciones), pero no negarla.
Hay que aceptar la figura del cardenal pecador como una realidad de la Iglesia,
por más que nos pese. Arañar el pergamino de la historia para borrar el rastro no cambiará el futuro.
Por eso he defendido que
no se debe reducir al estado laical al clérigo que no quiere eso. Que viva
recluido en una casa hecha ex profeso, pero que viva como lo que es. Incluso,
dentro del perímetro de esa casa de reclusión, el cardenal debe ejercer como cardenal
en la liturgia, aunque no tenga mando alguno dentro de esa casa. Aunque sea
fuera de la vista de la gente, si vive recluido, la figura del cardenal-pecador-arrepentido
debe ser reconsiderada. Por supuesto que es más fácil decir: “¡Fuera!”. Pero
también es menos acorde con lo que significa la misma esencia de los rangos
eclesiásticos. Curiosamente, a lo largo de la historia de la Iglesia, lo que yo
defiendo ha sido lo normal. Solo excepcionalmente se ha producido la retirada
de las dignidades eclesiásticas.
En todo este modo de
obrar en los últimos decenios, subyace la idea de hacer justicia. Cuando la
Iglesia no está para hacer justicia. No es su función. Su labor es enseñar,
santificar, la caridad, pero no hacer justicia.
Por supuesto que un
eclesiástico, como cualquier otro ciudadano, tendrá que responder ante la
justicia civil. Porque sí que es función del juez civil hacer justicia. Él sí
que tiene que hacerla. ¡Es su función! La de la Iglesia no.
La Iglesia sí que tiene
que retirar de las funciones a los individuos no adecuados, sean quienes sean:
funciones altas o bajas. Sean individuos inmorales o totalmente morales. Pero pretender hacer justicia no.
Además, si una persona es
adecuada para una función, pero pecó en el pasado (hablo de pecado, no de delito
civil), ¿no creemos en la capacidad que tiene el cristianismo para cambiarlo? Si
es adecuada para la función, ¿retirarlo no implica una falta de fe respecto a
la posibilidad de la regeneración?
Algunos dirán: “Es por la
fama, es por la imagen”. Pero, en la Iglesia, lo que debe primar es el ser
de las cosas. Cuando hablamos de fama o de imagen, en el fondo, estamos
reconociendo que las encuestas de opinión deben regir nuestro obrar. Pedro
hubiera perdido su puesto tras el episodio con la sierva del sumo sacerdote. Aunque
se me ocurren dos episodios más que hubieran bastado para perder el puesto: en
uno de ellos, fue llamado Satanás si no recuerdo mal; en otro se produjo
un abandono de Cristo en el Calvario.