lunes, enero 06, 2020

No una crítica cinematográfica, sino una reflexión; y una reflexión eclesial



Antes de ayer, cansado ya por la noche, vi unos minutos de Casino de Scorsesse. Era la tercera vez que veía esa película: al final, la grabé y la estoy viendo entera. Todo el tiempo no podía evitar hacer comparaciones con Silencio, del mismo autor.

Casino es una obra vanguardista, arte en estado puro. El guion te arrastra, la construcción de los personajes es como pocas veces la he visto en una pantalla, la interpretación lo es todo en esta obra, el colorido, la cámara, todo es supremo. La considero una de las diez mejores películas de la historia. Silencio es todo... aburrimiento. Lo curioso es que esta última obra quería ser su obra final con la que despedirse del 7º arte, su herencia. Dada la edad, era lógico pensar así. No he visto El irlandés, así que no diré nada de ella.

Pero la cuestión que quiero plantear con este post es ¿cómo es posible que el mismo director de Casino lo sea de Silencio? Es algo a lo que le he dado muchas vueltas durante años y creo que ahora puedo dar una posible respuesta. Si observamos la filmografía de Ridley Scott o de Scorsesse o de Milos Forman, ¿sus pocas obras supremas fueron realmente fruto del director o del equipo?

Evidentemente, estos tres directores eran buenos directores. Pero cuando alcanzaron la genialidad, ¿fue de ellos el mérito o, por ejemplo, en el caso de Scorsesse, de un guionista como Nicholas Pileggi que colaboró todo el tiempo en que la obra fuera como resultó ser?

Soy muy consciente de que el mérito de un director es reunir un equipo. Pero, a veces, que una obra sea grandiosa se debe a la colaboración de un gran guionista que está todo el tiempo comentando con el director mientras se hace la película.

Un gran guionista, magníficos actores, fantásticos cámaras... se conjugan todos los elementos con un buen director y sale una gran obra. Esto se repite una segunda vez... después, la atonía, el aburrimiento.

La obra genial fue un resultado coral, el mérito se lo lleva el director. La filmografía posterior, no pocas veces, ha demostrado que el pobre director era bueno, pero no grandioso.

Conclusiones finales: Lo que he dicho vale para la Iglesia. La labor de un obispo (o de un papa) es crear un buen equipo, lograr una conjunción de la que surja una armoniosa labor coral. 

La labor del predicador, del confesor, del teólogo es más bien solitaria. Pero la labor del obispo (o papa) consiste en formar un ideal grupo de colaboradores.

En la medida en la que el gobierno sea un diálogo, el resultado final será mejor, como en la elaboración de una película. Las obras de arte de la historia del cine siempre han sido resultado de un continuo diálogo entre grandes personalidades.