Hoy ha muerto
un sacerdote de mi diócesis. Tenía 82 años, pero se encontraba en perfecto
estado de salud: fuerte de cuerpo y lúcido de mente. El coronavirus ha acortado
en seis u ocho años el tiempo que fácilmente podía haber seguido con nosotros.
Me ha dado
pena la partida de este compañero siempre sencillo, humilde, no se hacía notar,
con muchas virtudes.
Yo estuve
hablando con él hace cuatro días. Lo vi tan bien. De ninguna manera, pude
prever un empeoramiento. No solo le visité, me quedé un rato hablando con él. A
los sacerdotes y monjas, cuando los ingresan, los visito dos veces al día y
estoy un tiempo charlando. El pobre Ángel, sin embargo, estaba muy desorientado
en los últimos días. Probablemente, a causa del virus que, a veces, tiene
efectos neurológicos.
Ay, si yo
hubiera sabido que era la última vez que hablaba con él, lo hubiera acompañado
con más amor. Él mismo no tuvo la menor sospecha de que estaba a punto de
partir hacia el Misterio Divino.
A los
sacerdotes muy ancianos, siempre les he tratado con la mayor de las
deferencias. Siento un respeto muy grande por ellos. Y os confieso que, cuando
están en el hospital, me alegro mucho de poder alegrar un poco la estancia de ese
hermano. En los últimos años, me ha tocado llevar la comunión a muchos ancianos
sacerdotes jesuitas, a muchos. Porque tienen una gran residencia en esta
ciudad. Aunque debo reconocer que las monjas ríen más mis bromas y se muestran
más agradecidas. A lo largo de los años, he acumulado un buen repertorio de
chistes monásticos. Chistes que podría contar la más cándida de las novicias.
En sincero y sentido homenaje a don Ángel Hoz, 1939-2021.