martes, julio 26, 2022

San Josemaría Escrivá como predicador

 

Lo primero de todo, aunque sea lo más anecdótico, el acento de san Josemaría es exactamente el mismo que tenían varios de mis familiares. Era un acento de varias comarcas, no de toda Huesca. Pero en mi tierra sonaba completamente normal, por más que a alguno de fuera de la tierra le pueda parecer un poco extraño. De hecho, varios conocidos míos lo hablaban con un acento mucho más fuerte; como el de Paco Martínez Soria, aunque ese acento es el de Zaragoza. 

Digo esto porque a algunos jóvenes no aragoneses les causa gracia el escucharlo, y es un problema al poner filmaciones de él a los jóvenes, puede mover a imitaciones jocosas, pero tendrían que haber escuchado a algunos compañeros de mi clase con qué acento hablaban. Hasta yo lo tenía, pero lo he perdido.

Aunque del modo de hablar de mi tierra hablo en pasado, porque el escuchar la televisión todos los días, durante dos generaciones, ha moderado muchísimo el acento. Hablar con un deje muy baturro sonaba a ser del campo y hoy día, hasta en los pueblos más pequeños, el acento ya no es tan fuerte. No hablo de “acento cerrado” porque el deje era muy fuerte, pero la vocalización siempre era perfecta. Había música en las palabras, mucha entonación, pero en toda la Corona de Aragón la vocalización siempre ha sido muy nítida.

El otro aspecto que me limito a mencionar es que san Josemaría, como yo, siempre hemos tenido voz aguda. Eso depende de las cuerdas vocales y no hay nada que hacer. Si alguien trata de hablar más grave, con un registro que no es el suyo, el resultado suena a falso, a teatral. Cada uno tiene que hablar en el tono que le dan sus cuerdas vocales.

San Josemaría no fue un teólogo, no se dedicó a eso. Ni lo fue ni lo pretendió. Algunos de sus hijos (profesores de la Universidad de Navarra), movidos de muy buena voluntad, han querido convencernos de que era un gran teólogo. Vano intento. No hallaremos en él las profundidades de un Henri Neuwen o de un Scott Hahn; ni, por supuesto, de un Ladaria Ferrer o de un Rowan Williams.

Ahora bien, como predicador era muy profundo. Para nada, superficial. Su pensamiento, siempre lúcido. Estaba dotado del don de la claridad. Cuántos luchan por ser claros y no lo consiguen en toda la vida. Como predicador era óptimo. Algunos teólogos son pésimos predicadores. 

Un hombre de su posición, tan visible, podía haber albergado una tentación muy natural al predicar: “Voy a lucirme. Voy a hablar de grandes profundidades de la teología para que vean cuánto sé”. Jamás cae en eso, ni como excepción. Él siempre habla a la gente que tiene delante. Hay predicadores que quieren hacer una especiosa elucubración teológica pensando en un público que no es el que delante sentados en los bancos. San Josemaría mira a los ojos del que está allí escuchándole, a diferencia del predicador que quiere hacer un sermón como los de san Agustín. Cuando, de hecho, los sermones orales del maestro de Hipona no necesariamente coincidían del todo con las piezas escritas retocadas y que bien sabía que iban a quedar para lectura de la posteridad. Hay predicadores que se encierran en su propio monólogo, aunque ya todos estén aburridos y deseando que aquello acabe por misericordia. En las charlas improvisadas de san Josemaría hay un verdadero diálogo con las almas, aunque solo hable él y los otros se limiten a preguntar. Es un diálogo porque él sentía lo que en cada minuto hay en el corazón de los que le escuchan. Lo repito, como predicador es óptimo.

Claro que debo hacer una aclaración. El gran predicador que fue no alcanza su culmen en los sermones, un género más rígido, sino que su culmen lo alcanza cuando improvisaba en las charlas con sus hijos. Sus verdaderos sermones son esos.

Cierto que él no se dedicó a la teología, pero su olfato vio claro qué era lo correcto y qué era una desviación. De manera que ejerció un verdadero magisterio para sus hijos.