Observemos legalmente las
funciones de la monarquía británica y la
española: en esencia son las mismas. Observemos la bondad
y defectos de los integrantes de ambas casas reales: más o menos son los
mismas con la excepción de los tejemanejes de nuestro rey emérito.
¿Por qué entonces una
monarquía es tan querida, sentimentalmente,
y otra es considerada bastante insulsa?
No hay duda ninguna de la
razón. La británica ha mantenido sus ceremoniales, sus vestiduras y lo que en
latín se llama regalia. Entre las vestiduras nos encontramos a los
beefeters, a los heraldos y a otros que no voy a mencionar por no alargarme.
Entre los regalia están las coronas, los cetros, el orbe, la Espada de
Estado, el gorro de descanso (el cap of maintenance), el trono y otros objetos
que, de nuevo, omito por no alargarme.
La monarquía británica no
son solo vestiduras y objetos, sino que es todo eso en movimiento,
en acción, inserto
en protocolos, pompa y tradiciones.
Sí, la pompa. No hay nada
malo en ella cuando se da en el lugar y el momento adecuado. Hay momentos para
ver una película que tiene lugar en una cabaña de una pradera de Iowa, en la
que todos los protagonistas visten de pana.
Y hay momentos para el despliegue de gemas y sedas
que caminan sobre mullidas alfombras en el suelo y valiosísimos tapices en las paredes. Por más que algunos curas
con guitarra de los años 70 nos hayan querido convencer de que hay que sentirse
muy culpables por la pompa, eso no es así.
En mi blog, cuando busco
fotos bonitas acerca de este tipo de cosas, tengo ingentes cantidades en
relación a la monarquía inglesa. ¿Por qué no pongo fotos de mis monarcas
hispanos? Pues porque en cantidad y calidad no encuentro lo mismo. La diferencia
en cantidad es muy superior a cien veces
más. El problema es que en calidad, la diferencia
también es muy notable.
No considero a mi rey peor
que a la difunta Isabel en ningún aspecto. Pero para poner una foto de un señor
con americana y corbata, pues prefiero poner la foto de una monarca que además
de serlo lo expresa visualmente. Me consta
que Franco quería una monarquía con toda su
parafernalia, a la inglesa, como la que vio en la corte de Alfonso XIII. Eso
consta por algún comentario que hizo y que creo que lo leí en el formidable
libro de Xavier Canals, Franco y los borbones. Pero, al final de su
vida, le dijeron que el príncipe se inclinaba por una monarquía moderna.
Y Franco comentó: La modernización de la monarquía es la república.
Todo esto que he dicho
tiene su consecuencia para la Iglesia. Un obispo puede ser todo lo sencillo que quiera, pero el Vaticano es
el escenario perfecto para una grandiosidad
que va más allá de la monarquía inglesa. Incluso si un papa no desea para nada ocupar
el lugar central de la pompa vaticana, ese micromundo debería ofrecer esa
pompa, protocolos y ceremonias con todo su arsenal de cardenales, arzobispos y monseñores.
Tal como lo describo en mi larguísimo libro titulado Neovaticano —quizá uno
de los libros menos leídos de la historia— ese ceremonial
sería espectáculo puro y duro. Habiendo echado por la borda toda la vulgaridad de
los prejuicios de la época de los Beetles, en ese Neovaticano propongo que la
palabra “esplendor” alcance una nueva regla, un nuevo nivel.
Ayer recordaba, por ejemplo,
todo el protocolo que seguiría a la muerte de un romano pontífice, los ceremoniales
que se pondrían en marcha a la muerte del vicario
de Cristo. Al lado de lo que yo propongo, los funerales de la reina
Isabel II parecería un entierro sencillo. De hecho, esos novendiales tendrían
que tener lugar en el Neovaticano, pues la Basílica de San Pedro y su plaza
serían un marco totalmente insuficiente para lo que describo en mi libro: un
funeral pensado para una audiencia planetaria, un funeral pensado para multitudes presentes y multitudes que lo verían en sus casas. Algo que atrajera a
católicos y no católicos por su belleza. Podéis leerlo en el libro que os he
citado. Pero soy consciente de que esos ceremoniales en la línea de un Carlos I
o un Felipe II, hoy por hoy, no perviven en ningún lugar fuera de esas páginas.
¡Ah, las cosas que podrían ser y no son!
No pierdo la esperanza de
coger el teléfono cualquier mañana y que haya una voz conocida al otro lado: “Soy
Francisco. Quiero que me organices mi funeral. Ya sabes, una cosa sencilla,
pero arreglada. No te pases con la pompa, pero que sea algo más que dos
hermanas enterrando a su canario en el jardín, metido en una caja de zapatos”.