Me acuerdo de los veranos
de mi infancia. El cuerpo lleno de vitalidad sentía menos los calores extremos.
La piscina que teníamos en una finca, el río Vero, el Cinca. Una horchata con
mis padres y unos amigos sentados en el Coso. Mi padre traía un helado algunos
días, un cono de la marca Camy.
El verano a mi edad tiene algo de final: otro año ha acabado. Mientras que el otoño, para mí, tiene un algo de un nuevo año que comienza. Cuántas golondrinas había en Barbastro: chillonas, alegres. En mi adolescencia salía con un grupito de amigos a dar un paseo, nos tomábamos un helado, charlábamos sobre el mundo, sobre la vida.
Qué plácido,
qué sereno, era aquel ambiente de pequeña ciudad de provincias. Había muchos
niños por todas partes. Crecí en la época de mayor natalidad de la historia de
este país. Al final del verano, unas tormentas apocalípticas, propias de la
llanura previa a los Pirineos. Cuantas veces escuché cómo los rayos caían en
árboles cercanos, cómo retumbaba todo en el piso.