(La foto es de mi viaje a Turquía.) Un tema al que le he dado muchas vueltas los últimos
días ha sido el por qué algunas amistades duraderas, consolidadas, acaban de golpe, repentinamente, por
un malentendido, por algo que se tomó en un sentido que no pretendíamos dar.
El final repentino de una amistad puede provenir de varias causas. En ocasiones
no se trata solo de una causa, sino de varias que se combinan.
Hay tres veces en mi vida que una buena amistad se rompió
de repente, en un solo día. En esos tres casos estoy seguro de que la
tentación del demonio intervino. E intervino
poderosamente, metiendo ideas, sentimientos, equívocos, en la mente de la otra
persona.
En el primer caso se debió a que el amigo creyó
que solo me interesaba de su amistad mi beneficio. No un beneficio material,
era profesor en una universidad, sino el beneficio de sus opiniones sobre mis
libros. Así me lo confesó muchos años después cuando se produjo el reencuentro
amistoso. Qué equivocado estaba él. Cuánto me interesaba su amistad. Pero el
reencuentro ya solo sirvió para clarificar el pasado, porque ya no vivía él en
Madrid.
La segunda amistad se rompió porque le pedí a
ese amigo que no hiciera una determinada cosa. Le expliqué la razón por la que
no quería que hiciera algo con un objeto que era mío. Actuó de un modo que dejó
bien a las claras que deseaba marcharse. La amistad nunca se restableció por
más que lo intentamos por ambas partes, después de tantos años de vernos cada
semana.
El tercer caso fue un buen amigo que se sintió
ofendido por una corrección gramatical que le hice. No tenía la menor intención
de ofenderle, pero así se lo tomó. Esperé que me dijera al día siguiente que no
se lo tomara en cuenta. Le escribí explicándole que no había querido ofenderle.
Le volví a escribir. Pero su resquemor continuaba y a día de hoy no ha vuelto a
llamarme por teléfono.
La acción del demonio sobre nuestra mente existe y puede ser poderosa. Y, casi siempre, no nos
damos cuenta. Debemos desconfiar de nosotros mismos.