Os comparto una música que cuando la
escuché con unos quince años de edad me maravilló. En esa época la escuché en
Radio Clásica y no tuve manera de volver a escucharla hasta que años después la
volvieron a emitir en esa cadena. Se titula La máquina de escribir.
Leroy
Anderson nos dio una partitura llena de optimismo por vivir.
https://www.youtube.com/watch?v=5zK4wReAtTU
Este músico nos dio músicas tan encantadoras
como El paseo en trineo y otras que muestran su espíritu alegre, vivaz y
lleno de ganas de vivir.
Cuando tenía yo quince años, por
mucho que te gustase una música, no podías volverla a escuchar. En Barbastro
solo había una tienda de cintas de cassette y discos. Eso sí, aquella tienda
debía constar con cerca de un millar de títulos. Los vinilos de música clásica nos
encandilaban por la intensidad de sus colores y la belleza de los cuadros que
representaban. Entre nuestras amistades solo una familia tenía tocadiscos. Escuchar
un disco en casa nos parecía el no va más del refinamiento, lo digo en serio.
Fue como las primeras veces que probamos
caviar. Por supuesto que era un sucedáneo, pero era ¡caviar!; para nosotros era
caviar. También me acuerdo de cuando empezó a llegar salmón ahumado. Otra muestra
de gran refinamiento. Se ponía solo un trocito pequeño en los canapés.
Quizá os parezca que exagero. Pero crecí
en una ciudad de 15 000 habitantes en la que el pescado fresco llegaba solo dos
veces a la semana. Eso sí, en las pescaderías siempre había bacalao salado y
unas grandes cajas de madera con sardinas en salazón.
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En la oficina de la pequeña empresa
de mi padre todavía se guardaba una de las antiguas máquinas de escribir: una Hispano-Olivetti
negra de las antiguas antiguas. Antes de ser enviada a la basura yo jugaba con
ella con el permiso tácito de mi padre de poder hacer con ella lo que quisiera.
Hoy día se venden por no menos de 200 euros.
Jugué con ella todo lo que quise a
mis ocho años, de manera que sé bastante bien lo que era teclear en ella, mover
el carro, su campanita y todo.
Ya entonces teníamos una Lettera 32 de
Olivetti que también se vende por la misma cantidad de dinero. También con ella
practiqué años después, pero para aprender a escribir ya en serio.
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Escribir a máquina es una actividad
que realizo sin pensar, no supone ninguna distracción. Como son tantos años sin
mirar al teclado, no tengo ni idea de dónde están las letras cuando tengo que
teclear algo en un teclado digital como el de las máquinas del aparcamiento
regulado de Madrid. Paso mucho rato buscando las letras, tengo que encontrarlas
una a una sin tener ni idea de dónde están.