Me viene el recuerdo del atardecer
de verano en que, por fin aprendí a nadar. La emoción de sostenerme en el agua.
La alegría sencilla de un niño que rezó en acción de gracias a Dios por aquello,
con el cuerpo mojado, solo, mientras me tenía que ir corriendo a cenar adonde
estaban todos reunidos.
La emoción, hasta las lágrimas, al
escuchar una Salve a varias voces en el seminario, en la acción de gracias. La emoción
del amor de Dios. Amar y ser amado, con una intensidad absoluta, como tienen
muchos seminaristas. Tenía veintiún años.
Los sentimientos de fervor al entrar
en la iglesia parroquial en mi primer pueblo, por la noche, justo antes de irme
a acostar, para despedirme del Señor en el sagrario. Había un ambiente
dramático en esa capilla solo iluminada por la vela del sagrario. Una luz que se movía y hacía resplandecer el
tabernáculo plateado de un modo suave, pero que impactaba en mi alma.
Tantos recuerdos de mi segunda
parroquia que no sabría por donde empezar. Allí comenzaron los exorcismos.
Mi tercera parroquia, la serenidad
de un pueblo de mil habitantes. Mi vida entró en ese ritmo rural de quietud. Yo
entré en el pueblo y el pueblo entró en mí: todo era apacible.
Después Roma, la gran Urbe sacra, la
ciudad vista con los ojos de una fe fervorosa. Liturgias, incienso,
pontificales, basílicas pequeñas en las que rezaba por la tarde con los ojos
cerrados.
El regreso a mis libros, a mi biblioteca
vital, al mundo que tenía que construir y consumar. Libros: Una región no
material en la que erigí pilares y otros se adentrarán. Es verdad que hubo monjas,
enfermos de hospital, cosas y personas, pero nada me distraía de la erección de
esos pilares, de esos contrafuertes, criptas y terrazas.