En la foto aparezco durante el almuerzo en un convento franciscano. Convento de un santuario situado en mitad del campo, a una hora de la casa donde me hospedaba en la capital. No recuerdo el nombre. No me acuerdo del nombre pero sí de la magnífica labor que hacían allí esos religiosos.
Hablé antes de ayer del impacto que supuso para mí ver
la película La Misión con diecinueve años, en el segundo año del
seminario. Voy a hacer un parón en mi descripción del viaje a Paraguay.
Me acuerdo que otro seminarista de mi curso, pero con
muchos más años, me dijo que fuéramos al cine a ver El nombre de la Rosa.
Corría el año 1987. Le pregunté si no era una película antirreligiosa –en ese
momento no sabía nada de la película, salvo el título–, me aseguró que no, que
la había visto su hermano y que solo trataba de las pugnas entre órdenes
religiosas. ¡Menuda conclusión! Menos mal que no sacó la conclusión de que la
película trataba esencialmente acerca del rezo coral en las abadías
benedictinas.
Pero cuando llegamos, no había entradas, todas agotadas. Me acuerdo que allí estaba la misteriosa cartelera de La Misión, ni siquiera había oído hablar de ella. Aquella imagen de la cruz y la catarata... la recuerdo hasta el más mínimo detalle, de la imagen y de mí mismo preguntándome de qué trataría. Pero tampoco había entradas para ver esa otra película.
Así que
nos fuimos a tomar un milhojas con una taza de chocolate a una pastelería. Es
algo que yo jamás hubiera hecho por mí mismo, pero los seminaristas mayores
allí estaban para enseñarnos como merendar mejor que en el seminario: pan con
mermelada y unos poquitos trozos de chocolate.