Ayer recibí un precioso correo de
alguien al que llamaré Ludovico. Entre otras cosas, para animarme, me escribía
lo que pensaba al leer mis novelas. Lo transcribo sin remordimiento porque
estos ejercicios de autocomplacencia me producen endorfinas:
Cómo olvidar el Pablo anacoreta, o
el Pablo que se encuentra con Caifás, o el que vuelve al templo después de su
conversión. Cómo olvidar a su inefable don Argemiro de Las Corrientes que
riegan los Cielos, o a Tutmosis III levantándose por la mañana. Cómo
olvidar la (...) Historia del Mundo Angélico (...). Cómo olvidar el
tremendo Franco que escribió en La Tempestad de Dios.
El correo de este tal Ludovico me transfundió
consolación. Es verdad que físicamente llevo una vida muy anclada a mi
escritorio. Pero también es cierto que he sido testigo de las desventuras del
Apocalipsis, he paseado sin prisa por un verdadero palacio faraónico, he visitado
el mundo angélico tal como pudo salir de las Manos Divinas. He recorrido mundos
imposibles como Libro Cuadrado y masivos laberintos catedralicios que se
despliegan en los cuatro ensayos a los que dio inicio La Catedral de San
Abán.
He viajado, pero no en el sentido
habitual, sino con la mente. Mi vida ha sido variada, pero en el campo no
material. En lo material tengo una cierta vocación de ostra pegada a la roca. Todos
los lectores de todas partes han podido hacer lo mismo que yo. Leer es, entre
otras cosas, viajar.
Incluso diré que para viajar mejor,
aprovechando más, lo mejor es haber viajado con la lectura. Los libros de viajeros
enseñan a cómo viajar.
Ahora mi mayor preocupación es
encontrar una editorial de tamaño medio para mi nueva novela sobre la Edad
Media, no puedo decir nada más sobre la obra. (Tras la parte de la
autocomplacencia, viene la parte de la súplica.) Pero no es fácil, hoy día,
hacer que un libro surja en las librerías, nada fácil. No os oculto que un
libro se publica solo por contactos y nada más que por contactos. (Súplica y
lástima.) Ciertas posiciones sociales facilitan todo.
Por ejemplo, si la reina de
Inglaterra hubiera escrito mis diez libros sobre el demonio, hubiera cambiado
completamente la forma de pensar sobre el tema. O si Merkel hubiera escrito mi Paulus,
lo hubieran leído hasta los líderes españoles de izquierdas. Hasta en la cúpula
de Podemos, por mera curiosidad, hubiera sido de lectura habitual.