lunes, enero 30, 2023

La catedral de Sevilla

 

(La torre es la de la catedral de Córdoba). Cuando visité la Catedral de Sevilla no dejaba de imaginarme lo que debía ser asistir allí, en el siglo XVI, a la misa de una gran solemnidad, con todo el cabildo llenando todos los asientos del coro, con el obispo en la cátedra, rodeado de dignidades. Ya solo el coro de canónigos debía ser una escena impresionante, pero no era todo: pues me imaginaba a los canónigos concentrados en la misa del presbiterio, todo en un ambiente de luz natural y velas.

La verja del presbiterio ofrecería, incluso a los clérigos presentes, la sensación de ritos misteriosos realizándose en el espacio más allá de esas barras. Ritos sagrados realizados por varios  ministros revestidos: uno con una casulla, dos con dalmática (diácono y subdiácono), otro con una capa pluvial (el presbítero asistente) y otros acólitos con alba. Ceremonias en latín, ritos antiquísimos, en lo alto de ese monte sacro que es la escalinata que lleva al altar mayor.

El pueblo congregado entre el coro y el presbiterio no entendía los ritos concretos –de hecho, ni los veía ni los escuchaba a esa distancia— pero captaba su esencia, su espíritu: la adoración a la Santísima Trinidad, el gran misterio de la sagrada Eucaristía, la intercesión de espíritus humanos y angélicos del más allá. Sí, el pueblo no entendía la concreción, pero sí la esencia de la liturgia.

El centro del templo era así, pero el resto de la catedral era tan imponente como ese corazón de la catedral: el presbiterio, el coro y el espacio entre ellos dos.

En las naves laterales el hombre se siente anonadado ante la presencia invisible del Señor. El crepúsculo paseando, orando, por esa catedral casi vacía tiene que algo inolvidable.