(La torre es la de la catedral de Córdoba). Cuando visité la Catedral
de Sevilla no dejaba de imaginarme lo que debía ser asistir allí, en el siglo
XVI, a la misa de una gran solemnidad, con todo el cabildo llenando todos los
asientos del coro, con el obispo en la cátedra, rodeado de dignidades. Ya solo
el coro de canónigos debía ser una escena impresionante, pero no era todo: pues
me imaginaba a los canónigos concentrados en la misa del presbiterio, todo en
un ambiente de luz natural y velas.
La verja del presbiterio
ofrecería, incluso a los clérigos presentes, la sensación de ritos misteriosos realizándose
en el espacio más allá de esas barras. Ritos sagrados realizados por varios ministros revestidos: uno con una casulla, dos
con dalmática (diácono y subdiácono), otro con una capa pluvial (el presbítero
asistente) y otros acólitos con alba. Ceremonias en latín, ritos antiquísimos, en
lo alto de ese monte sacro que es la escalinata que lleva al altar mayor.
El pueblo congregado
entre el coro y el presbiterio no entendía los ritos concretos –de hecho, ni
los veía ni los escuchaba a esa distancia— pero captaba su esencia, su espíritu:
la adoración a la Santísima Trinidad, el gran misterio de la sagrada
Eucaristía, la intercesión de espíritus humanos y angélicos del más allá. Sí,
el pueblo no entendía la concreción, pero sí la esencia de la liturgia.
El centro del templo era
así, pero el resto de la catedral era tan imponente como ese corazón de la
catedral: el presbiterio, el coro y el espacio entre ellos dos.
En las naves laterales el
hombre se siente anonadado ante la presencia invisible del Señor. El crepúsculo
paseando, orando, por esa catedral casi vacía tiene que algo inolvidable.