Hoy he visto una foto de
hace tiempo en la que unas personas, en la Plaza de San Pedro, sostenían una
pancarta que decía: María Valtorta, beatificazione.
Nunca me habéis escuchado
pedir la beatificación de Valtorta. Es algo que me resulta completamente
indiferente. La santidad eximia de aquella mujer fue de tal inmensidad que ese honor
de la beatificación me recuerda al hecho de que a Borges no le dieran el Nobel.
Beatificaciones personales
(no de grupos) hay más de quince al año. Misiones como la que recibió Valtorta,
directamente recibida de Jesucristo, ha habido tal vez solo tres a lo largo de
la historia. Y en los otros dos casos, Ana Catalina Emmerick y sor María de
Jesús de Agreda, los hombres se encargaron de deformar ambas obras. Lo que nos
ha quedado de ambas obras es algo muy distinto a los escritos originales.
El gran honor de Valtorta
es su obra. Y ese honor ya está por encima de cualquier acción de los hombres. La obra resplandece con una luz incontestable. Su innegable fulgor hace que cada año más y más almas se acerquen curiosas, lean y caigan de rodillas exclamando extasiados: El Dedo de Dios está aquí.