Cuando veo las listas de
las cien mejores películas de la historia, lo hago para ver si me queda alguna
de la lista por ver. Y una de las que jamás habría visto de no haber aparecido
repetidamente en esas selecciones es Ciudad de Dios. La estoy acabando
de ver. Reconozco que es una película que merece estar en esa lista.
Trata de la peor
delincuencia y la más espantosa violencia en un barrio de favelas de Sao Paulo.
Me parece tan triste que haya niños que crezcan en medio de tanto odio y alejamiento
de Dios.
Ahora bien, aunque en la
película no aparezca, Jesús sí que llama a la puerta de cada traficante de
drogas, de cada ladrón. Siempre lo hace y no solo en un momento de sus vidas,
sino en varios. La película muestra el mal, pero no el bien divino que llama a
la puerta, que hace recapacitar. La película es grandiosa por su fuerza, por su
veracidad, por su ritmo, pero deja de lado el que todo ser humano es llamado al
buen camino.
No hace falta decir que
no toda película de la que elogio su calidad es adecuada para verla todos
juntos en familia un domingo por la tarde. Esta tiene todo tipo de reparos
morales. A diferencia de la última vida de san Pablo: una película sin ningún reparo
moral, ni el más mínimo, pero que lograría dormir de aburrimiento al más tenaz
insomne.
Es triste que solo pueda
recomendar por su calidad películas con reparos morales, pero así están las
cosas. Una vez conocí de primera mano cómo funcionaba la recolección de dinero
para una película cristiana. Y no me extrañó que después las cosas salgan como
salen. La producción de una película hay que dejarla en manos de profesionales,
no basta la buena voluntad. La Basílica de San Pedro del Vaticano no se
construyó solo con buena voluntad.
Cuando me preguntan qué
me parece tal o cual película cristiana, suelo responder: “En serio, no pude
ver entero ni el tráiler”.
Post Data: El título tiene dos sentidos. Pero he optado por dejar a la imaginación de cada uno cuál es el verdadero.