Este domingo por la
mañana, he dado un largo paseo con un amigo, por el centro de Madrid. La ciudad
estaba radiante de belleza. Con la serenidad de un domingo: gente relajada,
andando sin prisa, muchos carriles cerrados al tráfico para poder pasear por ellos.
Pero sobre todo era la abundancia de árboles lo que más me sorprendió. La parte
que va de Atocha a Cibeles aparece continuamente jalonada con árboles muy
grandes, de más de medio siglo. Como había llovido, el verde los árboles era
fresco y vívido. La lluvia cambia el color de las hojas de los árboles y de la
hierba si se produce en primavera.
La otra cosa que me llamó
la atención era la luz. Había muchas nubes y eso provocaba que la luminosidad
del ambiente fuera suave. No tenía el brillo un poco agobiante del verano. Las
calles aparecían bañadas en una luz serena.
Hemos almorzado en una
terraza del Corte Inglés de Callao, desde la que se veía un mar de tejados del
centro de Madrid y el bosque de la Casa de Campo.
Hemos vuelto a mi coche,
sin prisas, aparcado en el Barrio de Salamanca. El final del paseo ha sido la
opulencia, el lujo con clase del barrio más caro de Madrid. En la tranquilidad
y reposo dominical, las calles de ese barrio parecen una versión utópica de lo
que debería ser la ciudad de dentro de un siglo.